Es curioso observar como muchos hispanohablantes se llaman a sí mismos hispanoparlantes, sin tener en cuenta qué es lo que están di­ciendo, que no es ni más ni menos que utilizar el verbo parlar en lugar de hablar.

Y si parlar es «hablar con desem­barazo o expedición; hablar mucho y sin sustancia; hacer algunas aves sonidos que se asemejan a la locu­ción humana o revelar y decir lo que se debe callar o lo que no hay nece­sidad de que se sepa», los hispano­parlantes deben ser aquellas perso­nas que hablan en español «con desembarazo o expedición» o los que hablan en español con un discurso muy largo y sin ninguna sustancia. ¡Ah! ¡Y también los cotillas y parlanchines!, pues son los que revelan y dicen lo que se debe callar o lo que no hay nece­sidad de que se sepa.

Por influencia del francés y del catalán se nos ha colado el dichoso hispanoparlante  (muy habitual en el español de América) y al utilizar­lo decimos muy poco en favor de nuestra competencia como hispa­nohablantes.

Pero, aquí entre nos, el problema  no es que los catalanes o algunos hispanoamericanos utilicen esa palabra, sino que a muchos hablantes no nos gusta ser parladores y preferimos hablar, que es mucho más discreto y elegante. Tanto es así que, aunque la voz hispanohablante se pueda considerar correcta desde su llegada al Diccionario académico, en el 2001, a mis amigas y amigos hispanoparlantes siempre intento convencerlos para que se conviertan en hispanohablantes.