Alberto Gómez Font

La primera vez que me topé con el nuevo uso de testar fue en la leyenda adherida en un tarro de espuma de afeitar, y pocos días más tarde, ayudando a ordenar la casa, observé, no sin cierta sorpresa, que en los anaqueles del cuarto de baño, especialmente en la zona dominada por mi esposa, había tarros de cristal y tubos metálicos o de plástico cuyo contenido había sido testado, en algunos de ellos «dermatológicamente» y en otros, los más serios, «clínicamente».

El asunto se presentó así, y supuse que entrañaría un nuevo misterio para casi todos los hispanohablantes, es decir, a los que conocíamos —hasta ese día— el significado de testar, pero no éramos todos, pues ya había algunos que comenzaban a usar ese verbo sin ton ni son en los envases de los productos de belleza. La cosa consistía, pues, en descubrir qué demonios podía ser eso de testar dermatológicamente o testar clínicamente, teniendo en cuenta que en el español de aquellos años testar era hacer testamento, y que antes también significaba declarar o afirmar como testigo.

Testar clínicamente podría ser una forma de explicar que alguien hizo su testamento en la clínica, cuando agonizaba, pero eso no tiene nada que ver ¾eso espero¾ con lo que hay en los estantes del armarito de mi baño. Lo de testar dermatológicamente es algo más complejo, hay que establecer una relación entre el testamento y la piel de quien está testando… en fin, algo muy raro e inquietante.

Pero lo cierto es que, de nuevo, nos topábamos con una mala traducción del inglés, en este caso del verbo to test (y su participio tested), que en esa lengua equivalen a lo que nosotros expresamos con controlar, probar, examinar, experimentar… Y ese nuevo uso de nuestro testar causó furor y, a fuerza de codazos, se abrió camino hasta llegar —en el 2001— al Diccionario.

Muchos años entes, en el siglo pasado (1970) llegaron al Diccionario el verbo travestir (vestir a una persona con la ropa del sexo contrario) y su participio travestido (disfrazado o encubierto con un traje que hace que se desconozca el género del sujeto que usa de él), y ambos vinieron del italiano travestire y travestito, lengua en la que están documentados desde 1476, mientras que la primera documentación de travestido en español data de 1589.

En mi archivador mental están desde que llegó a mis manos un ejemplar de la revista erótica italiana Mascotte (per gli uomini) del 30 de marzo de 1967, donde vi por primera vez esas palabras, en un artículo titulado «I travestiti nel mondo».

Esas fueron durante años las únicas formas usadas en la lengua culta, hasta que, tanto al italiano como al español, llegó la versión francesa travesti, que equivalía — y así sigue apareciendo en los diccionarios bilingües— a nuestro disfrazado. El hecho de que llegara con su grafía francesa hizo algunos hispanohablantes la pronunciaran como voz llana, hasta que la adaptamos a la ortografía española poniéndole una tilde, para así indicar que su pronunciación correcta era aguda: travestí.

Si desde el siglo XVI ya teníamos travestido, y si esa palabra ya estaba en el Diccionario desde 1970, no queda muy claro qué falta nos hacía afrancesarnos, a no ser que los atuendos de los travestidos franceses fueran más eróticos que los hispanos.

Y cuando se juntan la incultura y la economía del lenguaje surgen engendros como traumar, que llegó al Diccionario por algún camino oculto, pues en los bancos de datos de la Real Academia Española solo está registrado una vez, en un blog del 2004, y siempre nos han contado que para que una voz entre en el DRAE debe estar muy documentada, de forma que sea indiscutible que su uso está bien asentado en la lengua…

El equivalente culto era traumatizar, que tampoco es una palabra «de siempre», pues llegó al diccionario cuando muchos ya teníamos uso de razón, en 1984. ¿Qué cómo se decía eso antes? Pues seguramente se utilizaban otros verbos según cada contexto; pero eso no es lo que aquí nos importa, sino su hermanastro traumar.

Llegó al español —creo yo— con la explosión de los estudiosos de la psicología en la Argentina, allá por los años 70 del siglo pasado, y muy pronto aterrizó en el aeropuerto de Barajas, y también en el de El Prat de Llobregat, y comenzó a instalarse en España —mientras también se extendía por América—. No sirvieron de nada todos los avisos (aún pueden verse algunos en la internet) de los amigos del buen uso del español, en los que se calificaba de incorrecto a ese recién llegado; al final logró su objetivo, y hoy ya no es incorrecto.

Pero sea correcto o incorrecto, a mí me traumatizó (o me traumó) mucho conocer que ya era lícito leer o escuchar el verbo traumar, y ese trauma no podrán quitármelo ni los mejores psicólogos argentinos. Y quizá también traumó al travestí ver que sus cremas de belleza habían hecho testamento en una clínica.

Alberto Gómez Font
Patrono de la Fundación Duques de Soria de Ciencia y Cultura Hispánica
De la Academia Norteamericana de la Lengua Española

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