Madrid, 24 de octubre de 1992

La fijación de la gramática castellana hace quinientos años por obra de Nebrija, constituye un logro que sólo los expertos están en condiciones de valorar cumplidamente. Nada podría yo decir en esta materia y menos ante quienes más y mejor la conocen.

Pero entiendo que también le debemos un cálido homenaje todos cuantos nos servimos del español y lo tenemos como propio. Este libro de Nebrija no es sólo un objeto de estudio: es también un objeto de afecto, porque la lengua que aprendimos de nuestros padres es siempre el primer capítulo de nuestra biografía, el primer tesoro cultural que recibimos. Pocos libros podrían representarlo como esta gramática que ostenta el primado en nuestro idioma y en todas las lenguas vivas. Permítaseme entonces que, dejando con el debido respeto los aspectos científicos a sus estudiosos, hable con toda sencillez de las connotaciones emotivas personales que esta obra me hace evocar.

Alguna vez he recordado con cuanta reverencia, hace ya años, en el Real Colegio de España en Bolonia, me acerqué al ejemplar impreso en 1492. Tener en las manos aquel ejemplar de aspecto humilde hacía vibrar en mí una emoción compuesta de muchas notas, como un acorde de sentimientos consonantes. La primera gramática castellana parecía hablarme de mi familia en el pasado y en el presente, por estar dedicada a la Reina Isabel y por ser obra de un «bolonio», uno de los muchos hijos de aquel Real Colegio, entre los cuales, hoy, se encuentra mi marido.

También me traía memorias de mi propia infancia, en mi relación primera con el español que, desde luego, no es menos familiar. Llamarlo la «Lengua madre», me parece una expresión hermosa y precisa, porque realmente nos hermana a los cientos de millones de personas que compartimos la filiación espiritual del castellano.

Yo no pude aprender mi lengua como otros hispanos y españoles que en la niñez, casi insensiblemente, adquirieron dominio y soltura de su idioma practicándolo con todos dentro y fuera de casa. Para quien nace y crece en el exilio, la lengua tiene algo menos de don gratuito y algo más de meta a conseguir. Su vocabulario, su pronunciación y su gramática, cobran el prestigio de la patria desconocida y a la vez irrenunciable. Cosas, todas ellas, que también viví como un empeño familiar, lleno de intensas connotaciones afectivas. No pueden los hijos permitirse una imperfección gramatical o de acento foráneo, si saben que a los padres, aunque quieran mostrarse siempre comprensivos, inevitablemente les duele en lo más hondo, en la herida siempre abierta del destierro. Y, a la vez, es difícil evitar las contaminaciones de otras lenguas cuando es forzoso usarlas a diario.

De mí puedo decir, que acabaría teniendo que aprender nueve idiomas distintos. Como no habría podido hacerlo sin la ayuda de las correspondientes gramáticas, les debo gratitud a sus autores y, en general, a todos los que siguiendo el ejemplo de Nebrija nos enseñan a entendernos con el prójimo, mediante esas estructuras gramaticales que vienen a ser la inteligencia del idioma.

Pero, justamente porque vivíamos en Italia y después en Suiza y en Portugal más tarde, porque nuestro hogar se desplazaba por un arco forzosamente lejano de su centro que era España, debíamos vivir al menos en la patria del espíritu que es la lengua.

Así, cuando Nebrija, en el prólogo del libro que hoy conmemoramos, la erige en sede de la conciencia histórica, cuando teme que está a falta de un firme y seguro idioma propio «ande peregrina por las naciones extranjeras, pues que no tiene propia casa en que pueda morar», me parece oírle hablar de algo que hemos vivido muchos, de diferentes modos.

Y aquí debo hacer una mención especialmente cordial. Porque también en este año, se cumple medio milenio justo de la fecha en la que unos españoles, de credo diferente, marcharon al exilio dejando atrás su patria geográfica, nuestra patria común. El empeño de los sefarditas en mantener vivo el castellano en estos cinco siglos, quizás sea el más hermoso homenaje de afecto filial que nuestra lengua haya recibido nunca.

Por las mismas razones biográficas que acabo de describir, también me siento cerca de aquellos otros españoles que, a partir del descubrimiento del Nuevo Continente, cruzaron los mares quizás para no volver nunca, pero para perseverar por siempre en la lengua de sus mayores y sembrarla en nuevos pueblos. Nebrija parece intuirlos cuando, en el prólogo, predice que serán destinatarios de su gramática «muchos pueblos y naciones de peregrinas lenguas», aún sin nombre para los occidentales, pero que pronto recibirán las leyes de la Corona Española. Por medio de Nebrija, Castilla da así su lengua a toda la Hispanidad. Donación tan verdadera que, desde ese mismo instante, dejó de ser suya en exclusiva: el propio Nebrija procede de inmediato en su diccionario a recibir el término «canoa», dando así carta de naturaleza castellana al primer americanismo. La lengua que fue patrimonio de esta tierra ya lo es también, y para siempre, de aquellos otros «pueblos y naciones».

A todos toca por igual el cuidado de este valor común. Pero si Nebrija inició su tarea en soledad, hoy, por la misma extensión geográfica del idioma, requiere la suma de muchos esfuerzos individuales institucionalmente conjuntados, como hacen esta Real Academia española y todas las Hispanas. Bien supo y dejó dicho Elio Antonio de Nebrija, que otros estudiosos lo relevarían y superarían en el empeño de mantener el idioma en su mejor estado, para que cuanto desde entonces se escribiese, quedase «en un tenor», y se pudiese entender a lo largo de los siglos.

Ya son cinco los que han transcurrido y, en efecto, seguimos comprendiendo sin dificultad lo que él escribió…. como seguimos entendiéndonos entre nosotros. Hoy podemos decir, en verdad, que Nebrija logró su formidable empresa. Y que el español, nuestra común lengua madre, nos seguirá hermanando para siempre.