Esta actividad organizada el jueves, 26 de mayo, entre la Fundación Duques de Soria y la Universidad de Valladolid tendrá como escritor invitado a Luis Miguel de Dios.

A las 15 horas se entregará el premio “Cámara de oro de Castilla y León» 2021 a Alberto Boal, cámara de Antena 3 en Nueva York.

Luis Miguel de Dios. Imagen © Juan Carlos Barrena. UVA

 

 

Valladolid, 24 mayo 2022.- Las Jornadas de Literatura y Periodismo, que organizan conjuntamente la Fundación Duques de Soria y la Universidad de Valladolid, coordinadas por Jesús Fonseca y María Pilar Celma, retoman su actividad con la temática “Despoblación y Esperanza». En esta vigésima edición, que se celebra este jueves, 26 de mayo, en el Aula Mergelina del Edificio Histórico de la UVA (Plaza de la Universidad), contará con la mesa redonda “Valentía y apuesta de futuro en Castilla y León», a las 11 horas, y una sesión académica con la lección magistral a cargo del escritor invitado Luis Miguel de Dios, quien hablará sobre esta temática a las 12,30 horas. El acto continuará con la entrega del Premio “Cámara de oro de Castilla y León» a Alberto Boal, cámara de Antena 2 en Nueva York, que será presentado por Antonio Pereda.Este evento, que congrega a periodistas relevantes para debatir cuestiones de actualidad, reunirá esta edición en torno a la mesa redonda, moderada por Carmen Domínguez Jiménez, a los periodistas Cristina Camell (Radio Televisión de Castilla y León), Luis Cañón (Onda Cero) y Raúl Mata, director de La Razón en Castilla y León.La jornada será clausurada a las 13,30 horas por el rector de la Universidad de Valladolid, Antonio Largo; el presidente de la Fundación Duques de Soria, Rafael Benjumea, y el duque de Soria, D. Carlos Zurita.

LECCIÓN MAGISTRAL, Luis Miguel de Dios

Autoridades, amigos y amigas:
Solo a alguien como Jesús Fonseca, tan creativo, aguerrido y amigo de sus amigos, se le podía haber ocurrido organizar un homenaje a un tipo como yo y encargarme de lo que él l llama lección magistral y que ya veremos en qué queda. Por tanto, mi primer agradecimiento para Jesús y para las instituciones que amparan este acto: la Fundación Duques de Soria y la
Universidad de Valladolid. Y, claro, para Pilar Celma, que no solo ha coordinado las intervenciones, sino que, además, es mi editora en Agilice Digital, vinculada también a la Universidad vallisoletana.
Cuando Jesús me preguntó por un posible título para esta charla, tuve pocas dudas. Y a él, dicho sea de paso, le encantó que se hablara de DESPOBLACIÓN y de ESPERANZA. Al fin y al cabo-vino a decirme- tú fuiste de los primeros en avisar del peligro de la despoblación, de denunciarla y de pedir soluciones. Es cierto y, a veces, me asalta la duda de si no me pongo demasiado pesado con ello. Pero también es cierto que todos estos años, décadas, de quejas y de alarmas, de marginación y abandono del mundo rural no han conseguido apagar las brasas de la ilusión, del sueño de un futuro mejor, más halagüeño y, sobre todo, con más gente en las calles de nuestra tierra, especialmente de sus pueblos. De ahí lo de ESPERANZA. Una agonía sin posibilidad de redención, sin ánimo de vuelta atrás solo conduce a la muerte inexorable. Y eso sí que no. Al menos, hay que enfrentarse al problema y luchar. Y, a mi juicio, eso es precisamente lo que, hasta ahora, nos ha faltado en Castilla y León: casi nadie dio importancia a la despoblación, a la pérdida de habitantes en los pueblos. Se veía como algo natural, como fruto de la evolución, del progreso, de la modernidad. ¿Quién se iba a quedar en los pueblos si en las ciudades ataban los perros con longaniza?, ¿y quién se iba a quedar en las pequeñas ciudades si Madrid, Cataluña, el País Vasco y el turismo de sol y playa reclamaban gente? Allí había empleo, porvenir; aquí solo miseria y atraso. Así, el campo, el campo castellano-leonés, sufrió, en los años 50 y 60, una sangría brutal, una reconversión salvaje sin ninguna contraprestación. La gente se fue poco a poco, en silencio, resignada. Cuando otros sectores han sido reconvertidos (minería, astilleros, automoción etc) recibieron ayudas, inversiones, prejubilaciones; en el campo, nada de nada.
Emigración forzosa, pérdida de identidad y raíces, dolor y, en el fondo, constatación de que no había vuelta atrás…salvo que te tocara la lotería o acertaras una quiniela. Y nadie, ninguna institución y pocas iniciativas privadas, se preocuparon de aprovechar aquí los recursos naturales que teníamos y tenemos para crear empleo y riqueza. ¿Por qué? Aun me hago esa pregunta. La energía de nuestros pantanos brillaba lejos. Producíamos más cereales que nadie y criábamos miles de tostones, pero el valor añadido del sector porcino se iba a Lérida y a otros lugares. Tardamos años, muchos años, demasiados años, en empezar a sacar rendimientos económicos y de prestigio a nuestros viñedos, a UVAs que se rifaban en otros lugares de España. Tardamos lustros en entender que en los quesos teníamos un filón. Producimos más leche de oveja que ninguna región, pero en muchos casos sirve para hacer queso con denominación manchego. Otra vez el valor añadido se va fuera de esta tierra. Son algunos ejemplos, cogidos a vuela pluma, a espetaperro, de lo que nos condujo, y todavía continúa, a esa pérdida lacerante de población. Y nadie o casi nadie alzó la voz, clamó contra esa injusticia. Y cuando hubo denuncias y quejas, se silenciaron. El caso más significativo fue el de Miguel Delibes. Siendo director de El Norte de Castilla, puso en marcha la sección “Ancha es Castilla” en la que se criticaba el estado de los pueblos, la ruina de la agricultura, la estocada entre agujas que tenía el mundo rural. No gustó al régimen franquista. Fraga acabó obligando a dimitir a Delibes y este halló en la novela la forma de seguir denunciando, pero ya toreando, a la censura. Así nació, “Las ratas”, una novela dura, donde la miseria de un pueblo aflora en toda la obra. Recojo un episodio muy significativo, el diálogo entre la Columba y su esposo Justito, alcalde del pueblo. La Columba quiere irse y pone como ejemplo al Quinciano. Justito le dice: “El Quinciano, valiente ejemplo, de peón a Bilbao a morir de hambre”. La Columba replica: ”Mejor muerta de hambre en Bilbao que de hartura en este desierto, ya ves; así que me levanto de la cama, solo de ver el mundo vacío me dan ganas de devolver”. La novela se publicó en 1962, hace la friolera de 60 años y ya Delibes ponía el dedo en la llaga y hablaba de “vacío”, algo que se puso de moda tras publicar Sergio del Molino su “España vacía”, ahora España vaciada o abandonada o marginada; en cualquier caso dejada de la mano de dios. Sesenta años y, en lo tocante a despoblación, hemos ido a peor; hoy somos menos y más viejos que cuando don Miguel escribió “Las ratas”. El diálogo y choque entre la Columba y el Justito tiene otra vertiente muy interesante. La Columba prefiere morir de hambre en Bilbao que de hartura en el pueblo. O sea, tiene más prestigio irse que quedarse. En muchas mentalidades de la época, y aun de hoy, el que se iba era un triunfador; quien se quedaba un fracasado. Poca gente quería seguir con el modo de vida de sus padres y abuelos, aunque ya labraran con tractores y recogieran la senara con cosechadoras. Las fraguas, las carpinterías, las panaderías y confiterías siguieron el mismo camino. Palabras como paleto, garrulo, isidro hicieron, y hacen, un daño letal. Acomplejados por ellas, muchos de los que emigraron trataron enseguida de borrar las huellas, renunciaron a sus orígenes, a lo que habían mamado, a su vocabulario. Los de Madrid empezaron pronto a decir “egg que” y a coger tonillo; los de Bilbao tardaron una semana en adquirir el acento y apuntarse al Athletic. Y así sucesivamente. Y sus hijos y nietos, la segunda y tercera generación, ya apenas mantienen vínculos con la tierra de sus antepasados. Los pueblos ya le dicen muy poco; si acaso en fiestas y celebraciones muy concretas. ¿Volver a vivir en ellos? Casi imposible, incluso con ese esperanzador, en este terreno, teletrabajo. En muchos pueblos lo de Internet, fibra óptica y demás suena a ciencia-ficción. A la Columba no le importaba tanto el dinero, el tener posibles y una vida resuelta, como ese prestigio que da el vivir en la ciudad, ver gente distinta, escaparates, cines, monumentos. ¿De qué iba ella a presumir en el pueblo?, ¿como compararse con las que venían de Madrid y le contaban vernejías y grandezas y le hablaban de su piso nuevo en Orcasitas o de lo que había ascendido su marido, que ya era encargado? No, el pueblo no ofrecía nada de eso, así que lo mejor era largarse. Y lo grave es que nadie hizo nada por atajar ese problema, por tratar de revertir esa creencia. Nadie les dijo que uno no era paleto por vivir en un pueblo y trabajar en el campo ni era un ilustrado por cuidar una portería en el barrio de Argüelles. Nadie defendió una forma de vida, una cultura, que era, asimismo, nuestra forma de ser, de enfrentarnos a la existencia. Hacía falta mano de obra barata, callada y feliz para trabajar en las fábricas y en la construcción en las ciudades. No se repartieron por igual inversiones ni ayudas ni proyectos. Para unas zonas, todo o mucho; para otras, nada o muy poco. El desequilibrio, ese que empezamos a lamentar ahora, estaba servido.
Lo curioso, y a la vez trágico, es que, en Castilla y León, las instituciones regionales, cuando llegaron, más tarde que en ninguna otra región, no se dieron por enteradas de la gravedad de la despoblación. Jamás escuché ni a Aznar ni a Lucas, algo a Herrera, hablar de este asunto. No existió. Tampoco para la oposición, que no presentó, que yo recuerde, ninguna iniciativa para buscar soluciones. Mientras tanto, seguían cayendo los años y con ellos los censos de población, cada vez más negativos.
Perdíamos habitantes a chorros (buena gana detenerse en datos que hacen llorar), pero como quien oye llover. Según las versiones oficiales, Castilla y León siempre iba, y parece que va, mejor que la media. La realidad era, sigue siendo muy otra: el padrón disminuye, especialmente en las áreas rurales; no se ataja la hemorragia. Cuando hablo de estos temas, suelo poner un ejemplo concreto: todos los habitantes de la provincia de Soria caben en el estadio Bernabéu o en el Nou Camp. Y Soria tiene 10.306 kilómetros, más o menos la media de España, la resultante de dividir la extensión del país por el número de provincias. El dato estremece y da una idea clara del drama de la despoblación en algunas zonas. Si descontamos la capital y los municipios más poblados (El Burgo de Osma, Almazán , Ó lvega), veremos que quedan unos 35.000 habitantes para 10.000 kilómetros, es decir unos 3,5 habitantes por kilómtro cuadrado. Casi desierto total. Cuando lo he comentado con amigos o sacado a colación en algún debate, hay gente que se lleva las manos a la cabeza y pregunta, sorprendido, si es verdad. Lo es. Y toda la provincia de Zamora tiene ya menos gente que alguno de los municipios o ciudades-dormitorio de Madrid o Barcelona. Desierto frente a atascos y contaminación, pero hemos optado por esto último. ¿Qué responsabilidad tenemos los periodistas, los informadores, los escritores de esta tierra ante una enfermedad tan mortal? Directamente, ninguna; no hemos tenido, ni tenemos, capacidad de decisión, posibilidad de enderezar el entuerto. Sin embargo, indirectamente, sí nos cabe algo, o bastante, responsabilidad: no hemos denunciado suficientemente lo que estaba sucediendo. Y han sido años y años. La despoblación parecía ajena a nosotros; parecía ajena a nuestras prisas, inquietudes y desvelos. No estuvo nunca entre las prioridades informativas, ni, como ya dije antes, entre las actuaciones de nuestros gobernantes. Y salvo excepciones, tampoco fueron nuestros pueblos escenarios de obras literarias. Los pueblos no han tenido quien les escribiera. Daba la impresión, falsa, de que el campo castellano-leonés no daba de sí ni como paisaje literario. Esas excepciones, casi únicas, fueron Miguel Delibes y mi también admirado Pepe Jiménez Lozano. Recuerdo perfectamente una charla con ellos, en la redacción de El Norte de Castilla, a raíz de la publicación de un reportaje sobre el primer pueblo totalmente abandonado en la provincia de Valladolid. Lo titulé “Villacreces ya no puede menguar más”. Corría el año 1982 y las caras y las palabras de Delibes y de Jiménez Lozano ya lo decían todo. Había en ellas un pesimismo acumulado, pero también una chispa de rebeldía. No se me olvidará.. Ellos dos fueron, al menos para mí, un espejo, un ejemplo, la demostración de que para ser alguien importante en la Literatura y el Periodismo no hacía falta irse a Madrid, como habían hecho muchos otros y como, en aquella época y aun ahora, parecía una obligación o la única forma de crecer en estas profesiones. Delibes y Jiménez Lozano se quedaron. Y destacaron. Y brillaron. Por tanto, se podía hacer, aunque fuera duro y les alejara de la farfulla y los cenáculos madrileños Y ESPERANZA Tras este análisis, puede uno preguntarse: ¿está todo perdido?, ¿no hay remedio? NO, radicalmente NO. Seriamos injustos con esta tierra, con su historia, con su cultura, con sus hombres y mujeres si arrojáramos la toalla, si nos diéramos por vencidos. La despoblación, aunque lo parezca, no puede acabar con nosotros ni con lo que Castilla y León significan. Claro que hay que alimentar la esperanza, activar y reactivar la ilusión, pero para ello es necesario y primordial ser conscientes de la gravedad del problema. No podemos hacer lo que hemos venido haciendo en las últimas décadas, o sea ignorarlo. Solo se puede solucionar un problema cuando se reconoce y se lucha contra ééH hasta ahora no lo hemos hecho. Parece que, actualmente, las cosas están cambiando, al menos se habla de la despoblación y se insinúan salidas. De momento, pocas y sin frutos, pero aun no es tarde si se aborda con ganas y seriedad el asunto. Y, obviamente, con dinero, con ayudas, con beneficios fiscales. Y si se acaban las rencillas políticas y el afán de protagonismo. Estamos a tiempo, pero cada vez nos queda menos. Y tomarse en serio este problema es también poner en valor y apoyar lo que supone vivir en un pueblo. Desterrar para siempre lo de paleto, garrulo, etc y defender y resaltar la cultura y las tradiciones emanadas de un mundo rural que no puede, ni debe, desaparecer. Un pueblo, un pueblo de Castilla y León, no es solo un lugar geográfico, un punto en el mapa con tales o cuales coordenadas. Es un estado de ánimo, una forma de afrontar la existencia, algo interno que te marca de por vida, que te hace ser como eres. No afronta igual la vida un niño que ha ayudado a su familia a ordeñar que otro que cree que la leche sale de un tetrabrik. No es lo mismo ver parir una oveja y poner a mamar al cordero que pensar que todos los pollos están colgados cabeza abajo y sin plumas. NO, no es lo mismo.
Por eso es obligado recuperar e impulsar la dignidad del labrador, de los pueblos evitando, además, todo romanticismo pernicioso. El campesino, el habitante del medio rural, no es un ser raro que hay que conservar en un zoo, sino una persona normal, con sus virtudes y defectos y con una carga de historia, cultura y sapiencia popular que hay que poner en su justa dimensión. Ni excepcional ni de Segunda División. Esa normalidad ayudaría muchísimo a recuperar lo que nunca debió perderse. La esperanza también tiene que estar puesta en la convicción, cada vez más fuerte, de que así no podemos seguir, que este enorme desequilibrio entre urbes y campo nos puede llevar al desastre. Y si existe esa convicción habrá que convenir en que todos, todos, todos, tenemos que trabajar conjuntamente, que no caben fricciones ni peleas ni discrepancias ideológicas y partidistas. La despoblación no ha entendido de roces; la esperanza, tampoco debe hacerlo. La esperanza se tornará en frustración si cada cual hace la guerra por su cuenta: Europa, el Gobierno central, la Junta, los ayuntamientos.. Hay que gestionar y gestionar bien; hay que priorizar inversiones; hay que contar con la gente de los pueblos y es indispensable trazar un plan global con objetivos concretos, financiación y poniendo los pies en el suelo. ¿De qué sirve aumentar las ayudas por hijo en pueblos donde la mujer más joven tiene 60 años? Ahí, seguramente, habrá que hacer otra cosa, buscar otras salidas, entre ellas ayudar a que matrimonios jóvenes se instalen y reabran esas panaderías, tiendas o bares que cerraron por la jubilación de sus dueños. Y habrá que tratar de resolver el problema de la vivienda. Gente que busca casa y no la encuentra y casas cerradas y en riesgo de ruina porque sus dueños ni venden ni alquilan y ni siquiera han resuelto la herencia. Tierras en baldío o rastrojos en las que, como antaño, podrían pastar ovejas o cabras, pero los pastos se pierden, no se aprovechan. Y en muchos lugares, donde se aprovechan, los pastores son búlgaros o rumanos. Aquí ya no quedan. Y aquí entramos en otro terreno, que cada vez que he escrito sobre él se han levantado sarpullidos o te tratan de iluso, de uff eso no es posible. Merefiero a la REPOBLACIÓN. Sí, sí, a la repoblación. Por lo menos a pensar en ella como alternativa, quizás la única,. Las instituciones no están, de momento, por la labor, pero todos vemos que muchos oficios del campo (vendimia, poda, granjas) los están haciendo extranjeros, que si no fuera por las mujeres dominicanas o colombianas nuestros mayores no estarían atendidos en sus casas o en las residencias; que abundan los camareros o cocineros latinoamericanos; que muchos bares o tiendas ya están regentados por emigrantes. Gracias a los hijos de algunos de ellos no se han cerrado o se han reabierto escuelas en los pueblos. ¿Por qué no pensar en un plan de repoblación aunque, de entrada, parezca algo medieval? La realidad, la terrible realidad, quizás nos lo esté pidiendo. Hace unos años anoté una frase que pronunció una mujer llamada Ningna, considerada la Greta Thurnberg china: ”Si los españoles abandonan las tierras, que abran los campos a la emigración”. La pronunció en Formariz, un pequeño pueblo de la comarca zamorana de Sayago, en la raya con Portugal, una de las zonas más deshabitadas de España. Creo que no es preciso añadir más. Solo aplicarse el cuento. Además de todo lo relatado, la esperanza también hay que buscarla en la recuperación y potencia de la autoestima. Es necesario e imprescindible creer en esta tierra, estar convencidos de sus valores, divulgarlos, empaparse de su cultura, defenderla, gritar que tenemos más del 50% de los bienes culturales y monumentos de España, que hemos parido un idioma que hablan ya 600 millones de personas. Tal vez estos versos del gran poeta zamorano Claudio Rodríguez nos den una pista: ¿Dónde están las montañas?¿Dónde las altas cumbres si está más cerca siempre mi llanura de las estrellas?
Hace unos años cuando me atribulaban y dolían los datos de la despoblación me dio por escribir un romance, quizás para reafirmar mi fe
en esta tierra. Se titula, precisamente, TIERRA y con él acabo:

¡Cómo no sentirla dentro,
cómo no amar esta tierra
si miro mi alma y veo
barbechos y sementeras,
si palpo mi sangre y palpo
surcos, vendimias y eras!
¡Cómo no soñarla dentro
si aprendí a hablar su lengua
bajo el misterio ancestral
del canto de mis abuelas,
si aun hoy esas tonadas
huelen a lumbre y leyenda!
¡Cómo no vivirla dentro,
cómo no amar esta tierra
si me salieron los dientes
en las calles de una aldea
donde llanuras y cielos
cincelan su luz eterna,
si su arrullo me enseñó
a leer en las estrellas,
a ser luna con su luna,
a temblar con las tormentas
a maldecir el granizo

y a rezar por las cosechas!
¡Cómo no llevarla dentro
si fui lluvia en primavera,
sol de rastrojo en estío,
otoño de uvas y cepas
Y en el cuchillo invernal
silencio de paz y niebla!
¡Cómo no sentirla dentro,
Cómo no amar esta tierra
Si bajo su costra dura
Esconde caricias tiernas,
si siempre da cuanto tiene
a fuerza de ser austera,
si hay mañanas por hacer
y aun hay vino en las bodegas
y queda trigo en las trojas
y sombra en las alamedas
y corriente en los regatos
y ganados en las cercas
y frutales en las josas…!
¡y tantas cosas nos quedan!
Si cada día nos trae
viejas experiencias nuevas.
¡Cómo no vivirla dentro,
cómo no creer en ella
si solo he sido y seré
tierra de mi tierra. Tierra.

 

Intervención del Duque de Soria, D. Carlos Zurita

Intervención de D. Rafael Benjumea, presidente de la FDS