«La palabra cenit es aguda y, por tanto, no se acentúa». Eso es, más o menos, lo que dijeron durante años los manuales de estilo y los diccionarios de dudas; pero la historia de que lo malo se convierte en bueno se repite con más frecuencia de la deseada, y allá por el año 2001 los lexicógrafos y los académicos, ante la presión popular, decidieron incluir en el Diccionario la forma grave cénit.

Lo gracioso del caso es que somos muy pocos los hablantes que utilizamos esa palabra, más bien poquísimos, casi nadie, o sea que decir eso de «la presión popular» no parece ser la mejor forma de definir lo que sucedió. De ahí que discutir sobre cómo debía pronunciarse era un ejercicio solo propio de algunos seres extraños, entre los que me cuento, cómo no, y especialmente del grupito de los que nos dedicamos al oficio de convencer a los demás sobre lo higiénico que es usar bien nuestra lengua.

¿Fueron los periodistas quienes comenzaron a decir cénit en lugar de cenit…? Pues muy probablemente así fue, porque si no esa palabrita nunca habría estado en los manuales de estilo de los medios de comunicación y habría pasado inadvertida ante los ojos y los
oídos de los hispanohablantes. Quizá fue en frases del tipo «España alcanzó el cénit de la libertad económica el año 2005» (…y de qué poquito le sirvió pocos años después); «El cénit de la era Del Bosque llegó en el 2010, con el Mundial de Sudáfrica» (nuestra roja fue invencible); «La gesta de un superastro que se encontraba en el cénit de su carrera» (y terminó siendo un drogadicto); usado con el significado de ‘punto culminante o momento de apogeo de alguien o algo’, y otras veces, las menos, con el de ‘intersección de la vertical de un lugar con la esfera celeste, por encima de la cabeza del observador, como en «cuando el sol se encuentra en su cénit»; «alcanza su cénit al mediodía sobre el trópico de…»

Los invito a que usen mucho esa palabrita, y les sugiero que cuando lo hagan opten por la pronunciación culta /cenít/, a ver qué cara se les pone a sus interlocutores. También sobre ese asunto de poner o no poner una tilde se discutió —algunos seguimos hiciéndolo hoy, ya comenzada la tercera década del siglo XXI— al hablar de la palabra elite, escrita así, sin tilde en la primera «e», pues pronunciar /elíte/ era privilegio solo de unos pocos iniciados en el bien decir, y de quienes sabíamos que, aunque en un principio se escribiera con tilde sobre la primera vocal no era una palabra esdrújula sino llana. Ello nos permite sorprender al resto de los hablantes y demostrarles así que ellos
no pertenecen a la élite que sabe pronunciar la palabra élite. Y es que lo de ser afrancesado en el habla sigue conservando cierto prestigio.
Por eso en un aviso sobre esa palabra, escrito allá en la década de los años 70 del siglo XX, se decía:

«ÉLITE.- Es un préstamo del francés. Escríbase elite, hispanizándola definitivamente, y, por supuesto, sin acento, para evitar la pronunciación esdrújula antietimológica». Y así, sin acento —elite— fue como apareció por primera vez esa palabra en el Diccionario, en la edición de 1984; pero dos ediciones más tarde, en la del 2001, los lexicógrafos de la Real Academia Española decidieron dar cabida a las dos formas de escribirla: élite y elite. Mas ahí no terminó la historia, pues, de pronto, en la última edición del Diccionario (la del 2014) se toma otra decisión: la de dar preferencia a la forma tildada —élite—, donde se define la palabra y se dice que también puede ser
elite…
O sea que, finalmente, ganó la batalla la pronunciación esdrújula que intentábamos atajar en aquellos años afrancesados, y la elite ya no está en el cenit. ¡Mon Dieu!

Alberto Gómez Font
Patrono de la Fundación Duques de Soria de Ciencia y Cultura Hispánica
De la Academia Norteamericana de la Lengua Española