D. Martín Almagro Gorbea durante su intervención

Madrid, 12 de noviembre de 2008

ESPAÑA DESDE LA PREHISTORIA

Quiero que mis primeras palabras sean de sincero agradecimiento por el gran honor que para mí supone esta Cátedra de Historia de España Luís García de Valdeavellano, creada por la Fundación Duques de Soria, Institución cuyo generoso patrocinio he disfrutado en otras ocasiones y cuya ejemplar labor de promoción de la Cultura Española siempre he visto con admiración. Ello aún me honra más y aumenta mi profunda satisfacción personal.
Esta Cátedra fomenta la memoria del gran historiador Luís García de Valdeavellano, cuyos trabajos sobre la Historia de España y sobre sus instituciones políticas, económicas y sociales he utilizado para mis estudios como prehistoriador, pues algunas instituciones españolas proceden de etapas prerromanas, como ya observó el maestro de historiadores Claudio Sánchez Albornoz. Ello hace que me sienta todavía más honrado y, por ello, he pensado aportar mi modesta visión desde la Prehistoria para enriquecer la comprensión de la Historia de España como un proceso de “larga duración”, siguiendo la tradición de otro gran historiador, Paul Braudel, tan adecuada para estudios prehistóricos, en los que se desconocen personas y hechos singulares y son obligadas interpretaciones generales de “larga duración”.
Además, en estos años en que algunos discuten si España somos una Nación o un conjunto de naciones, es interesante reflexionar sobre nuestro más remoto pasado desde esta perspectiva de “larga duración”, para comprender procesos históricos, instituciones e, incluso, actitudes actuales que proceden de tradiciones prerromanas y que ayuda a conocer nuestras raíces antes de que España se constituyera como realidad histórica, pues la Prehistoria ofrece claves de nuestra identidad no tan distantes de nuestro presente como parece.
La Historia es nuestra memoria colectiva. Olvidarla en todo o en parte o suprimir o deformar su enseñanza arrastra como consecuencia la pérdida de nuestra identidad, al no saber quienes somos y quedar a merced de quien quiera manipularnos, pues nos privan de nuestra memoria colectiva, que eso es la experiencia histórica.
Por ello Cicerón consideraba la Historia “magistra vitae”, por ser la experiencia colectiva la base del conocimiento humano. Estas ideas condujeron en tiempos de la Ilustración a que se creara esta Real Academia de la Historia, cuya Cédula fundacional recoge su función de “aclarar la importante verdad de los sucesos, desterrando las fábulas introducidas por la ignorancia, ó por la malicia, y conduciendo al conocimiento de muchas cosas que oscureció la antigüedad o tiene sepultado el descuido”. Una función hoy plenamente vigente y tan necesaria como entonces.
Todos sabemos que en nuestra niñez y juventud están las claves de nuestra personalidad, que hay que valorar al tomar decisiones importantes. Del mismo modo, nuestra madura sociedad occidental es resultado de un proceso milenario de avance hacia estructuras cada vez más complejas, proceso que ha conformado nuestra forma de ser, que aflora en ocasiones, aunque no seamos conscientes.
Desde la Prehistoria se explican muchas peculiaridades colectivas, como la forma de ser de los gallegos, que con tanto humor ilustró en el «El bosque animado» Wenceslao Fernández Flórez, o la religiosidad y sensibilidad andaluzas, con sus fiestas y romerías, o el tesón y vitalidad de los aragoneses, por no hablar de los vascos, etc. Estas visiones populares responden a observaciones de formas de ser que arrancan de nuestro pasado ancestral.
Sin las raíces prerromanas, aunque no seamos conscientes de ellas, no es posible explicar cómo somos las gentes tan diversas que habitamos España. Como tampoco se comprende cómo, bajo esa enriquecedora diversidad, subyace una evidente unidad, que resulta aún más patente al salir de España. La misma impresión ofrecen las variadas culturas prehistóricas de la Península Ibérica, muy diversas entre sí, pero cuya evidente personalidad común resulta patente si se comparan con las del resto de Europa.
Por ello el ser de España no se comprende sin los tiempos prehistóricos, como ya señaló Claudio Sánchez Albornoz en su famosa visión de España, un enigma histórico2, al reconocer “la perduración en la España posterior a 1700 de muchos rasgos de la España anterior a Cristo”.
Nuestra diversidad y riqueza cultural arranca de nuestra Geografía. La Península Ibérica es la más occidental y variada de las penínsulas mediterráneas de Europa. Fue conocida en la Antigüedad como Iberia por los griegos y como Hispania por los romanos, de donde procede el nombre de España, adoptado por todos los reinos medievales, como siempre recuerda el Prof. Luis Suárez.
Su personalidad está marcada por su variedad desde las regiones del Mediterráneo a las del Atlántico, a lo que se suma su orografía y diversidad morfológica, con tierras silíceas al Occidente, calizas en las regiones mediterráneas y sedimentarias en el interior. El resultado son regiones muy variadas, que permiten considerar nuestra Península como un «microcontinente». Además, su situación de finis terrae del Viejo Mundo, abierta al Mediterráneo y al Atlántico, ha enriquecido sus contactos y su cultura y también ha contribuido a su personalidad y su significativo papel en la Historia Universal.
Sobre este marco geográfico, la evolución a lo largo de la Prehistoria supuso un avance lento pero cada vez más acelerado hacia formas de vida más complejas, al aumentar el hombre su control sobre el medio ambiente para mejorar la calidad de vida. Esta evolución a lo largo de milenios supuso un aumento de contactos e intercambios, por lo que ningún periodo de la Prehistoria de ninguna región española, ni siquiera las Canarias, se entiende sin la fecunda interrelación con otras áreas, pues es lo que ha conformado su verdadera personalidad.
Como todos sabemos, la Península Ibérica comenzó a ser habitada hace algo más de un millón de años, como indican los hallazgos de Atapuerca y otros menos conocidos. Pero la población humana actual se inicia hace unos 40.000 años con el Homo sapiens del Paleolítico Superior, capaz de pensamiento abstracto y de expresiones estéticas, algunas tan geniales como la cueva de Altamira.
Sin embargo, los actuales estudios genéticos confirman la mayor importancia de la población llegada por el Mediterráneo hace unos 8.000 años con el Neolítico, con formas de vida basadas en el cultivo y la domesticación que alcanzaron Andalucía y la Meseta. En las regiones atlánticas, el Neolítico llegó un milenio más tarde al tenerse que adaptar a un medio ambiente diferente, semejante al de las culturas megalíticas de Europa Occidental. Pero ya desde esas fechas elementos mediterráneos aparecen en las regiones atlánticas y desde dichas zonas tradiciones megalíticas se documentan por la Meseta y los Pirineos hasta Cataluña y Andalucía, con interacción de elementos mediterráneos, atlánticos y transpirenaicos.
Al mejorar las condiciones de vida aumentó la población y hacia el 3000 a.C., durante el Calcolítico, al aprender a aprovechar la fuerza de tracción de los animales y productos como la leche y la lana se produjo un claro aumento demográfico que llevó a colonizar todas los territorios, incluidas las zonas de montaña y las islas, como las Baleares, favorecidas por el desarrollo de la navegación. Este aumento de la población, en torno al 1/1000 anual, “saturó” las zonas habitables, pues yacimientos calcolíticos aparecen por todas las regiones. En consecuencia, la población calcolítica de origen neolítico, con modificaciones posteriores, debe considerarse la base genética de la población española actual, apenas alterada por las vicisitudes históricas de los 5000 años posteriores.
Este aumento demográfico favoreció la especialización en el trabajo y la formación de grupos humanos más amplios y complejos, capaces de construir acequias para riego y asentamientos fortificados. Esta sociedad compleja exigía una jerarquía estable, cuyos objetos suntuarios, de metal o de marfil del Norte de África, indican un acceso diferenciado a los recursos y la aparición de las primeras diferencias sociales.
La creciente presión demográfica desde el III milenio a.C. también suponía un aumento de conflictos por los recursos y la aparición de armas, guerreros y fortificaciones. Este ambiente facilitó la difusión del Vaso Campaniforme, extendido desde Bohemia al Atlántico y desde Escocia a Sicilia y el Norte de África, con el cual debió llegar a Europa Occidental una lengua indoeuropea de la que procede la de las posteriores poblaciones “celtas”, probablemente sin grandes migraciones al tratarse de grupos minoritarios.
A lo largo de la Edad del Bronce, hasta inicios del I milenio a.C., tres grandes corrientes culturales afectan a las distintas regiones de la Península Ibérica según su situación geográfica, favorecidas por jerarquías guerreras que controlaban sociedades cada vez más complejas, que acabaron por cristalizar en las etnias prerromanas descritas por los historiadores griegos y romanos en el último milenio a.C.
Las regiones atlánticas mantuvieron desde el Campaniforme crecientes intercambios, basados en oro, estaño y cobre, con Bretaña y las Islas Británicas, regiones de clima y formas de vida ganadera similares y con poblaciones indoeuropeas próximas al mundo celta. Por los Pirineos, a fines del II milenio a.C., la Cultura de los Campos de Urnas, extendida desde Europa Central hasta el Valle del Ebro y la Meseta, introdujo importantes cambios en la cultura material, la sociedad y la lengua, pues de ella proceden los celtíberos y otros pueblos similares. Estas gentes, asentadas en la Meseta, asimilaron poblaciones anteriores de tradición atlántica de lengua y cultura proto-celtas, tronco del que procederían Vacceos, Vetones, Lusitano-Galaicos, Astures, Cántabros, pero también los Bárdulos, Caristios y Autrigones del País Vasco, cuyas gentes eran de habla y cultura celtas, frente a lo que se supone o nos hacen creer. Sólo por el Norte de Navarra y los Pirineos hasta la Aquitania francesa se extendían los Vascones, de lengua no indoeuropea, que alcanzaron el Ebro desplazando a gentes de los Campos de Urnas, por lo que el Euskera no era la lengua del País Vasco durante la Prehistoria.
Durante el I milenio antes de Cristo el Mediterráneo pasó de nuevo a tener un papel fundamental. Gentes del Mediterráneo Oriental y del Egeo ya a fines del II milenio a.C. abrieron rutas que fueron seguidas por los fenicios a partir del siglo X a.C., por los jonios desde el VII y, finalmente, por púnicos y romanos, lo que integró a Hispania en el mundo civilizado de la Antigüedad.
Los fenicios fundaron colonias en las costas meridionales de la Península, de Cádiz a Alicante. A ellos se deben las primeras ciudades del Occidente e innovaciones técnicas como el uso del hierro o el torno de alfarero. También introdujeron la gallina, el burro y la equitación y, en especial, el policultivo mediterráneo de trigo, vid y olivo que ha perdurado hasta nuestra época, así como la escritura y el uso de pesas y medidas, elementos esenciales para la vida urbana. Pero su aportación más importante fue la idea de ganancia asociada al comercio, que dio lugar a la propiedad privada y a una sociedad de clases de tipo urbano, con santuarios y palacios como centros de poder de monarquías sacras. Desde entonces hasta hoy la ciudad ha constituido la forma de vida en la Península Ibérica, pues estas innovaciones pasaron a Tartessos, que alcanzó fama mítica por su riqueza en la Antigüedad y que tanto influyó en las restantes culturas de la Península Ibérica.
En el siglo VII a.C. comerciantes jonios de Samos y de la pequeña ciudad de Focea, en Asia Menor, llegaron a Tartessos y fundaron Ampurias en su red colonial por las costas del Mediterráneo Occidental. Su influjo, sumado al de tartesios y fenicios, contribuyó a formar la Cultura Ibérica y sus elites aristocráticas guerreras, originarias de los Campos de Urnas, aunque la lengua ibérica no es indoeuropea, pues procede del substrato mediterráneo de la Edad del Bronce. Pero estos colonizadores no parecen haber alterado la base genética preexistente, como tampoco los púnicos de Cartago, cuya política imperialista, inspirada en los reinos helenísticos herederos de Alejandro Magno, tuvo como consecuencia la llegada de Roma a Hispania en la II Guerra Púnica.
Las tradiciones atlánticas, mediterráneas y traspirenaicas sobre el substrato de la Edad del Bronce cristalizaron en el I milenio a.C. en los pueblos tartesios o turdetanos, iberos y celtas que conocemos por los historiadores clásicos, cuya distinta personalidad reflejaba tradiciones milenarias. Este proceso de etnogénesis fue largo y continuo, con lentas variaciones genéticas y lingüísticas, mientras se transformaban más deprisa las estructuras socio-culturales de las diversas etnias al aproximarse a formas de vida “civilizadas”.
Los influjos de fenicios, griegos, púnicos y finalmente romanos supusieron evidentes fenómenos de desculturización y destrucción de poblaciones indígenas, pero permitieron alcanzar una eficaz simbiosis cultural, esencial para nuestra evolución histórica, pues sin esos contactos no se comprende la personalidad de los habitantes posteriores de la Península Ibérica.
El mosaico de culturas y gentes de la Península Ibérica durante la Prehistoria y las influencias, aportes étnicos y contactos culturales tan diversos se entretejen como los hilos de una cuerda en ese proceso milenario hacia formas de vida urbana que ha conformado la personalidad de cada una de sus regiones. Este proceso explica el mosaico de pueblos y culturas que Roma encontró a su llegada, a los que venció no sin resistencia, primero militarmente, y, después, al imponer de forma paulatina pero inexorable la romanización como forma de vida más desarrollada, que, aunque movida por intereses económicos, respetó las culturas, lenguas y religiones preexistentes, muchas de las cuales perduraron entre la población rural.
El Imperio Romano llegó a reunir todas las áreas civilizadas del mundo antiguo y alcanzó niveles de desarrollo socio-económico antes desconocidos, lo que exigía unidad política. Por ello, junto a la lengua como elemento unificador en la Administración, la gran aportación de Roma ha sido el Derecho como norma para que funcione la sociedad.
En este proceso la labor civilizadora de Roma contribuyó a unificar los territorios y gentes de Hispania con su lengua común y su cultura. Sorprende al respecto la temprana romanización de Hispania, pues el primer senador romano no itálico, Cornelio Balbo, procedía de Cádiz, el primer emperador surgido de una provincia fue Galba, alzado en Clunia, y el primer emperador de familia provincial fue el italicense Trajano, hechos que no son casualidad: la pax y la unidad romanas habían convertido a Hispania, en breve tiempo, 3 ó 4 generaciones, en la provincia más dinámica del Imperio Romano.
Por ello, con Roma finaliza un proceso de etnogénesis milenario que enriqueció la variedad cultural de las diversas regiones, al tiempo que refleja una evidente unidad. Esta pluralidad en la unidad es una experiencia histórica de incalculable interés por su contribución a la formación de los pueblos y gentes que habitamos la Península Ibérica. Pero también, desde una perspectiva universal, la enriquecedora capacidad de asimilación y de difusión de influjos culturales, gestada durante milenios, ha facilitado la posterior transmisión por todos los continentes de la tierra del acervo cultural heredado, con sus defectos y virtudes, desde la escritura y la lengua a la vida urbana y la moneda y desde las creencias a las imprentas y universidades, un legado que hace que la Cultura Española sea una de las más fecundas de la Historia.
Esta variedad heredada forma parte de nuestra cultura y debe ayudarnos a conformar, desde nuestra experiencia histórica, nuestra sociedad futura, cada vez más compleja al integrarnos en el mundo global al que estamos abocados. Por ello, resultan anacrónicos nacionalismos cuya ideología se aproxima más a situaciones políticas prerromanas, o como mucho de los reinos de taifas, que a la comprensión del mundo que nos toca vivir, en el que hay que conseguir mejorar hacia el futuro nuestra calidad de vida y sumar nuestra rica cultura a la del resto de la humanidad.
Como homenaje personal a Luis García de Valdeavellano y a la herencia de la antigua Celtibera en algunas instituciones castellanas quiero hacer algunas reflexiones sobre las raíces prerromanas de costumbres e instituciones españolas, un campo de estudio que suscita particular interés en la actualidad.
No hay tiempo para aludir a los numerosos elementos tradicionales de cultura material de origen prerromano, como casas, campos, aperos y otros instrumentos, pero de la Prehistoria proceden tradiciones consuetudinarias de España que han perdurado casi hasta nuestros días, como señaló Joaquín Costa en el siglo XIX.
Las tesserae hospitales y otras inscripciones celtibéricas junto a las tradiciones del Derecho Consuetudinario de origen prerromano permiten comprender el origen de algunas instituciones de la España Medieval. Este singular patrimonio es una fuente prácticamente desconocida del Derecho Hispano-celta, comparable al de Irlanda, Gales y Bretaña, pues permite conocer instituciones de la Hispania prerromana a las que no podemos llegar de otra forma. La valoración de ese rico patrimonio, tan vinculado a las tierras sorianas, es una atractiva tarea para la actual generación de prehistoriadores.
Un ejemplo es la unidad familiar extensa, heredera del grupo gentilicio formado por los descendientes de un antepasado común. Esta gran familia era una unidad de producción, consumo y de actuación social, regida por un “padre” como jefe del grupo de acuerdo con el Consejo de Familia. Costa, en su Derecho consuetudinario de España, ya señaló que esta familia gentilicia equivalía al clan de la Irlanda céltica. En ella todos compartirían el mismo apelativo, que no es otro que el “mote” familiar conservado en tantos pueblos de España, fulano ‘de los zutanos’, mote derivado del “gentilicio” en genitivo de plural de la onomástica celtibérica que documentan las téseras de hospitalidad.
Entre otras instituciones consuetudinarias, destacan las Comunidades de villa y aldea de los Fueros de Extremadura, cuyo origen se rastrea en la ciudad-estado celta. Estas comunidades mantenían la organización comunal de la sociedad indoeuropea de la Edad del Bronce anterior a la aparición de la propiedad privada gentilicia, como ya señaló d’Arbois de Jouvainville. Esta tradición prerromana se mantuvo entre los Vacceos, como narra Diodoro (V,34,3), y perduró en la organización comunal del Campo de Aliste, en Zamora, que estudió Joaquín Costa.
Otro campo de interés de las comunidades de Villa y aldea, surgidas en los territorios de la antigua Celtiberia entre los siglos IX y XII, es que en ellas se mantuvo un derecho consuetudinario heredado en parte de la organización político-administrativa de los oppida prerromanos con sus castros y adeas o pagi subordinados. El mismo hecho señala Sereni (1955) para las asambleas de pagani en la Liguria, que tuvieron continuidad en las de vicini medievales, pues las tierras comunes de los pagi se cultivaban en precario, excepto los cercados que equivalen a los llamados “campos célticos” de muchas zonas de Europa. Además, la Sententia Minutiorum documenta el 117 a.C. terrenos compascuales o comunitarios de diversos pagi de estructura semejante a las comunidades de la España Medieval.
Estas comunidades medievales estaban gobernadas por oficiales equivalentes a los magistratus prerromanos que menciona el Bronce de Contrebia Belaisca II. El magistrado supremo de Ciudad y Comunidad era el Juez, comparable al praetor de Contrebia Belaisca, al vergobretos galo y a los magister pagi del mundo romano arcaico (Festo 113, s.v.), con las mismas funciones censales y de guerra (Dioniso de Halicarnaso IV,1), pues estos jueces eran la autoridad máxima que representaba al Concejo de vecinos, dirigía la guerra y tenía poder ejecutivo y judicial, incluso con capacidad legislativa, ya que sus fazañas “crearon un derecho propio siguiendo e interpretando los casos del país”. Llama la atención que los Jueces de Castilla eran dos, cargo binario atestiguado en epígrafes prerromanos, como los dos legados de los Seanocos de la Tabula Alcantarensis, en Extremadura.
También cabe referirse a la organización cuatripartita del territorio, que perduró en las cuadrillas medievales. Se trata de una división administrativa y censal celta que procede de una concepción cosmológica indoeuropea relacionada con el concepto de templum. César (b.G. I,12,4) señala que omnis civitas Helvetia in quattuor pagos divisa est, “toda ciudad helveta está dividida en 4 pagos”, como ocurría en el pueblo galo de los Petrucorii en la Dordoña, que significa el de “los cuatro cuartos” (Plinio, HN 4.108-9; Ptol 2.7). También los Gálatas se dividían en cuatro tetrarquías según Estrabón e Irlanda en cuatro reinos según Giraldo de Cambria. Igualmente, por Estrabón sabemos que los Celtíberos se dividían en cuatro pueblos y Plinio recoge la misma cuatripartición entre los Turmogos del norte de Burgos y los Pelendones de Soria. Además, cuatro magistrados o IIIIviri regían ciudades celtibéricas como Segobriga, Clunia o Tiermes, lo que confirma esta organización cuatripartita, que perduraría en los cuadrilleros medievales.
Muy interesante es el reciente análisis de fiestas populares. El Árbol de Mayo o los disfraces con cencerros, extendidos por muchas regiones de España, procede de ritos prerromanos de iniciación juvenil. Más interés institucional ofrecen fiestas populares como “El Santerón” en la Serranía de Cuenca, “La Cabalgada” de Atienza o las Móndigas de San Pedro Manrique en Soria. El Prof. Fernández Nieto ha demostrado que proceden de rituales celtas que regulaban anfictionías o federaciones de pueblos para su defensa y la explotación común del territorio, lo que constituye un novedoso campo de investigación, como lo es la perduración en las hermandades medievales de los pactos de hospitalidad prerromanos conocidos por tesserae hospitales y tabulae patronatus, tal como ha documentado Paloma Balbín.
Por ello no debe sorprender que los territorios de algunas comunidades de Villa y tierra sean idénticos a los de época prerromana, como ocurre con el Condado de Medellín, heredero del territorium de la Metellinum prerromana. Si el territorio de los pueblos galos se ha reconstruido con los obispados, los arciprestazgos medievales de Galicia han permitido precisar los territorios de sus casi desconocidos pueblos prerromanos. Este hecho no debe extrañar, pues muchas ciudades españolas todavía mantienen su nombre prerromano, como Ávila, Osma, Lugo, Palencia, Roa, Salamanca, Segovia, Sigüenza, Teruel y un muy largo etc.
El Derecho Procesal exigía celebrar los juicios de inimicitia en un lugar que los Fueros de Extremadura denominan medianeto, que parece derivar del Medionemeton celta, santuario central donde se manifestaba la voluntad divina y adquirían validez las asambleas y actos jurídicos. Un origen semejante tienen las asambleas junto a robles y encinas del Norte de España por ser el árbol sagrado de los celtas, lo que explica el origen del Roble de Guernica, la Encina de Arciniega en el Valle de Ayala o los siete robles de Vizcaya.
El Derecho Procesal celta se mantuvo en costumbres consuetudinarias como la ordalia, el juicio por arbitraje y algunos sistemas de uso, propiedad y transmisión de la tierra. Una ordalía o juicio divino parece ser la ‘lucha de campeones’ representada en el ‘Vaso de los Guerreros’ de Numancia y para dirimir diferencias entre dos comunidades se enfrentaban sendos toros de diferente color en Asturias, tradición igualmente documentada en la Irlanda celta. A su vez, el Bronce de Contrebia documenta un juicio en el que actúa como árbitro una ciudad celtibérica en un pleito por el paso de un acueducto que enfrenta una ciudad vascona y otras ibéricas, sistema de arbitraje que perduró en los alcaldes medievales nombrados por litigantes para resolver pleitos.
Las fuentes consuetudinarias también permiten aproximarse al primitivo Derecho Familiar Celta y a los sistemas de herencia. La “casa, huerto y corral” era una unidad inalienable fuera de la familia en los Fueros de Extremadura, como ocurría en Irlanda, y las tierras turolenses ofrecen dos tradiciones de herencia, por primogenitura y a partes iguales, que coinciden con la divisoria entre lengua ibérica y celtibérica, lo que apunta a su origen prerromano.
No quisiera ya cansar más con esta enumeración de pervivencias celtas en la España Medieval como pequeño homenaje al Prof. García de Valdeavellano.
Pero no quiero terminar sin aludir a elementos del imaginario celta presentes en la literatura castellana, al margen de que el castellano y otras lenguas peninsulares conservan varios cientos de palabras prerromanas, alguna tan populares como cerveza, rodaballo, centollo o legua, referentes a campos semánticos muy especializados, de gran interés para celtistas, lingüistas y arqueólogos. Pero aún sorprende más que las románticas leyendas sorianas de Bécquer, que todos hemos leído, con sus bellas ninfas y sus referencias mágicas, o algunos pasajes muy significativos del Poema del Mío Cid son reflejo puntual del imaginario celta prerromano, sin el cual no se comprende su significado.
Basta para ello recordar el augurio que el cuervo, como animal que encarnaba a la divinidad celta de la Guerra, hace al Cid al partir a su destierro, con una claridad que no ofrecen ni los poemas épicos irlandeses:

A la exida de Bivar ovieron la corneja diestra
y entrando a Burgos, ovieronla siniestra

Quisiera, para concluir, que estos bellos versos del Mío Cid, reflejo del imaginario celta conservado en las tierras sorianas de la antigua Celtiberia, sean el Colofón a mis palabras, que sólo han pretendido señalar la rica personalidad de las regiones españolas fraguada en la Prehistoria, cuya enriquecedora diversidad no oculta su evidente unidad, con ricas tradiciones en las que cristalizó el proceso milenario que ha conformado las gentes, las tierras y la rica y variada cultura de nuestra querida España.