Salamanca, 15 de junio de 2011

Alteza Real Infanta Dña Margarita, Excelentísimo Señor D. Carlos Zurita, Excelentísimo Sr. Consejero de Educación, Excelentísimo y Magnífico Sr. Rector, Excelentísimo Señor D. Rafael Benjumea, autoridades, profesores y alumnos, amigos, culmina con la presentación de este libro, una etapa de colaboración que, a lo largo de los últimos diez años, se ha llevado a cabo entre la Fundación Duques de Soria y la Facultad de Comunicación de la Universidad Pontificia de Salamanca. Esta colaboración ha existido desde el comienzo de la actividad de nuestra facultad, hace ahora dos décadas, pero de manera sistemática y continuada se ha desarrollado en los últimos diez años con las “Jornadas de Periodismo y Literatura”. En estas, y de forma ininterrumpida, los alumnos de la Facultad de Comunicación, han podido escuchar y debatir con varias docenas de escritores y comunicadores, entre los que se encuentran los que participan en el libro que hoy se presenta. Todos ellos pasaron, de la mano de la Fundación Duques de Soria, por las aulas de la Universidad Pontificia y trajeron a nuestros alumnos la experiencia profesional, tanto periodística como creativa de la vida real.

Ante todo he de decir que, durante todos estos años, para mí ha sido un placer haber dirigido estos cursos y, sobre todo, hacerlo junto con esa gran profesional que es Blanca Arévalo, con quien además he tenido la suerte de coeditar este libro, y a quien quisiera agradecer su inestimable ayuda. Sin ella, nada de todo lo que yo estoy diciendo habría sido igual y hoy no estaríamos aquí. Tengo que agradecer asimismo a los respectivos decanos y rectores, la confianza depositada en mí en todo momento, así como al Secretario de la Fundación Duques de Soria, D. José Mª Rodríguez Ponga por su acompañamiento y su constante supervisión a lo largo de este tiempo.

Hoy estamos aquí para presentar un libro que, en mi opinión, aúna en sí tres cualidades que explican, entre otras cosas, este acto y a quienes estamos en él. En primer lugar, la razón de ser de la Universidad, así como su relación con la Sociedad; en segundo lugar, la importancia de la libertad de expresión en una sociedad democrática como la nuestra; y, por último, la capacidad de la literatura para transformar el mundo mediante la palabra, algo en lo que los autores que colaboran en este libro son especialistas del más alto rango. Intentaré en los próximos minutos, sintéticamente, atravesar tan esenciales asuntos, desbrozando para ustedes la participación de todos ellos en este libro.

Hablemos pues, en primer lugar, de la relación entre los ámbitos universitario y social, aquí representados por nuestra querida Universidad Pontificia y la Fundación Duques de Soria, interlocutora no solo válida, sino extremadamente eficaz, como así lo ha venido demostrando durante las últimas dos décadas en toda Castilla y León. Creo que estaba en la intención de quienes diseñaron los planes de Bolonia, en los que se pretende reflejar la nueva imagen de la universidad europea del siglo xxi, una idea de docencia que fuera más allá de las meras clases magistrales. Es todavía pronto para despejar la incógnita que aún hoy constituye Bolonia. Sin embargo, hay algo que no tendrá marcha atrás, y es la toma de las aulas por parte de profesionales que, junto a los docentes, están llamados a mostrar a los alumnos la vertiente práctica de aquello a lo que se dedican. Creo que en este sentido las “Jornadas de Periodismo y Literatura” que hemos llevado a cabo a lo largo de la última década han cumplido de manera pionera y satisfactoria su misión, y sin duda alguna justifican la tan demandada como necesaria inserción de lo académico en el entorno social en que se desarrolla.

Porque, por otra parte, sin dicha inserción efectiva de lo universitario en lo urbano, que lo ampara y alimenta a cambio del conocimiento, nada tiene sentido. Por ello, si la docencia pierde su camino de guía, la Universidad acabará alejándose de su origen. Hablo de aquellos tiempos en los que Salamanca, la propia Bolonia, o sobre todo París, eran el centro del mundo, el lugar al que los estudiantes –en el caso parisino, por ejemplo, un ilusionado y rebelde joven italiano de nombre Tomás de Aquino, entre muchos otros– iban para aprender, y ello suponía una total transformación en sus vidas. Hemos creído que la enseñanza universitaria era, ante todo, una mera fábrica de empleos y una máquina para encontrar trabajo, y así hemos degenerado la idea que le da nombre. Pero la realidad actual y la situación en que se encuentra buena parte de la juventud española que ha pasado por las aulas universitarias lo desmienten. Por eso, hemos de volver a pensar en términos absolutos y universales.

La Universidad tiene ante todo una misión. Y cuando decimos, orteguianamente, que la universidad tiene una misión, estamos, etimológicamente, aludiendo al deber de dicha institución de enviar a quienes han estudiado en ella y a los que tras esos años se les otorga la capacidad para ir a desempeñar un puesto en la sociedad. No es raro por lo tanto, desde esta perspectiva etimológica, el contagio con el significado religioso del término misión. Aunque no deje de tener algo de osadía por mi parte el explicarlo entre estas paredes, sin embargo sí quisiera decir algo al respecto. De hecho, bien sabemos quienes hemos pasado por las aulas universitarias que el abandono de las mismas, semejante a la salida del hogar familiar, tiene algo de rito iniciático, de adentramiento en una tierra desconocida, de misión, como es la edad adulta y en la que espera a los hombres y mujeres que a ella arriban mucho más que un simple trabajo.

Desde esta perspectiva es desde la que creo conveniente señalar la importancia que para muchos de nuestros alumnos tuvo a lo largo de estos años el haber conocido a escritores que les inspiraban, y cuyos libros leían; a los comunicadores seguidos en el hogar o cuyas columnas se leían en casa con admiración. Con frecuencia, también los invitados supieron inteligentemente estimular y sacar de nuestros alumnos lo mejor de su espíritu crítico. Y, al verse cumplidas, dichas expectativas dejaron con frecuencia en los estudiantes una profunda huella. Empecé a tener constancia de hasta qué punto estaban siendo importantes las conferencias que cada año se ofrecían en las “Jornadas de Periodismo y Literatura” cuando percibí que pasados los años, los alumnos aún se acordaban de ellas y de sus responsables.

No han sido pocos, en este sentido, los que me han recordado en los últimos tiempos, a través del contacto que mantengo con ellos en las redes sociales, aquella tarde en que determinado escritor les abrió los ojos a cierto tema o se dirigió a ellos para contestarles la primera pregunta que hacían como periodistas, y con la que daban comienzo a su futura carrera de comunicadores. Recientemente he creído percibir la memoria de aquellas tardes en el poema de un antiguo alumno, que ahora se dedica a la publicidad, pero que ya ha visto impresa una novela y un libro de poesía. En una de estas poesías, se puede leer lo siguiente: “Alguien se puso de pie/ tres filas por detrás de la mía/ e hizo la pregunta/ la gran pregunta que nadie se había atrevido a formular/ Cómo nos íbamos a atrever a preguntar si no nos atrevíamos a ponernos de pie siquiera?” (David Refoyo: “Odio”).

Atreverse a preguntar –y con esto entraríamos de lleno en el segundo de los aspectos agavillados en este libro– es hoy en día uno de los grandes retos para un joven comunicador. La Europa de Bolonia debería enseñar más a preguntar que a responder, porque las preguntas esenciales no se llevan a cabo sin antes haber reflexionado larga y profundamente. Por otra parte, convendrán conmigo en el hecho de que, en una sociedad democrática como la nuestra, las preguntas, además de necesitar contar con la osadía que, desde los tiempos de Alcibíades ha caracterizado a la juventud, deben hallarse arropadas por la cordura y el respeto que se merece toda comunicación que se halle al servicio de la libertad y la tolerancia. Es por este motivo por el que considero que en la Universidad, también hemos de enseñar a los alumnos a preguntar, a estructurar y planificar, a gestionar y solucionar los problemas de una sociedad donde la libertad y la comunicación son elementos que, con demasiada frecuencia, se hallan reñidos. Y a todo ello nos pueden enseñar quienes desempeñan su trabajo en el mundo real.

Por otra parte, estoy segura de que al enseñar a preguntar con profundidad y responsabilidad al futuro comunicador, este desarrollará la empatía con aquello que comunica. Y eso le hará sentir un mayor respeto por el otro, algo vital en democracia porque así estaremos, de alguna manera, igualmente educando en la tolerancia. Con la libertad de expresión ocurre como escribió Schopenhauer que sucedía con la compra de libros, puesto que quien los compra suele confundirse y pensar que con ellos adquiere automáticamente su contenido. Algo parecido ocurre con la libertad de expresión, pues creemos que el hecho de tenerla permite a una sociedad ejercerla sin más, correcta y democráticamente. Por si alguien aún no se ha dado cuenta, cada vez que demandamos una mayor libertad para expresarnos estamos, al mismo tiempo, pidiendo y concediendo permiso para manifestarse libremente a quien opina lo contrario, porque tal es la ley de la democracia. No en vano, la lucha por la libertad de expresión ha corrido pareja a lo largo de la historia con la defensa y el fomento de la tolerancia.

Por otra parte, se olvida también que de la mano de la libertad de expresión debe llegar a los ciudadanos otro derecho, el derecho a estar correctamente informados. Aquí es donde los ciudadanos hemos de ganarnos las libertades. Y también esto debe ser materia de educación en la Universidad. “Informarse cuesta”, escribió hace años el fundador y director de la revista Le Monde Diplomatique. No en vano, como ha escrito uno de los mejores, y más polémicos aunque también más lúcidos, novelistas del panorama francés, Michel Houellebecq, “a este mundo le falta de todo, salvo información suplementaria”. Tengámoslo en cuenta porque no todo vale en el mundo de la comunicación. De ahí que el sentido crítico sea uno de los que más habremos de despertar en nuestros alumnos.

En cuanto al tercer aspecto al comienzo señalado, hay que decir que uno de los méritos de este libro, y en definitiva de las “Jornadas de Periodismo y Literatura”, ha sido el de sitiar un tema tan esencial como el de la libertad de expresión, no solo mediante las palabras de periodistas, sino también a través de las de los literatos. Lamento no tener tiempo para desarrollarlo en profundidad, pues me es especialmente grato dada mi formación literaria. En cualquier caso, bosquejaré algunas notas. No pocos escritores han sabido ejercer a través de las fabulaciones surgidas de su imaginación la libertad que se les negaba en los hechos cotidianos. Bien saben los escritores de la libertad y sus acechanzas, pues la palabra y, principalmente aquel que hace de ella su profesión, están siempre en el punto de mira de la censura.

Tal vez porque la palabra literaria puede ser un arma arrojadiza, como dijera hace ya medio siglo el poeta Gabriel Celaya al escribir que la poesía era “un arma cargada de futuro”. Pero también, quizás, por el poder omnímodo que la ética y la estética de lo literario gozan desde siempre sobre las mentes de hombres y mujeres. Con su bello lenguaje la poeta malagueña Chantal Maillard semeja las palabras a las piedras expresándose de este modo: “Toda palabra habrá de levantar una piedra. […] Un poema, un discurso, un epitafio: la palabra que se pronuncie o se escriba o levanta una piedra o será enterrada bajo cualquiera de ellas con el murmullo incesante, inconfundible de lo humano…”. Recordemos que la genialidad de Cervantes le permitió fotografiar la España de su tiempo elevándose por encima del espíritu inquisitorial que reinaba en ella. ¡Cuántas cosas se hubieran tachado de El Quijote si se hubiera sabido la trascendencia que iba a tener la obra!

Desde este punto de vista, nunca como hoy la comunicación está necesitada de la literatura para darse a conocer y embellecer un mundo carente de justicia. Quizás por esa necesidad, sea por lo que novelistas y comunicadores crecen en el mismo suelo, en el de la palabra. Pero también en su poder para cambiar el mundo, el profesional de la palabra no puede a menudo evitar el vértigo que lo atrae hacia el poder. En Memorias de Adriano, Marguerite Yourcenar hace decir al emperador enfermo: “Busqué la libertad más que el poder, y el poder tan sólo porque en parte favorecía la libertad”. Mucho y muy bellamente se ha escrito acerca del triángulo formado por el poder, la libertad y la palabra en el último siglo. Vienen a mi memoria en este momento varias novelas de entre las que elijo dos, situadas en los comienzos del Imperio Romano, y publicadas tras la ii Guerra Mundial. La muerte de Virgilio, de Herman Broch, y Dios ha nacido en el exilio, de Vintila Horia. En ambas, sus protagonistas, Virgilio y Ovidio, dialogan con el símbolo del poder absoluto en la Roma imperial: Augusto, amigo y protector de ambos genios. Si Broch y Horia volvieron a ese tiempo fue porque su época, constreñida por los totalitarismos, demandaba al escritor respuestas sobre la esencia de las relaciones entre el escritor y el poder, sobre la libertad en definitiva.

En nuestros días el cielo de la geopolítica se muestra más claro que hace medio siglo. Pero quizás nunca como hoy estemos tan cerca de conocer el funcionamiento de los estrechos lazos existentes entre el poder y los comunicadores. Los resultados de las investigaciones de un sociólogo de la talla de Manuel Castells son demoledores en su última obra titulada, precisamente, Comunicación y poder. Y pese a su intención final de mostrarse optimista ante el poder que las redes sociales pueden otorgar al individuo frente a los gobiernos y a las grandes corporaciones, el mensaje que obtiene el lector es el de lo fundamental que es hoy el espíritu crítico. En este sentido, no creo necesario insistir en el hecho de que, en una sociedad felizmente democrática como la nuestra, aún con sus carencias y sus deficiencias, cada día resulta más importante la formación de los universitarios. Me refiero a una formación integral, que sume contenidos y actitudes. Personalmente suelo decir que los comunicadores hemos dejado de lado, en este sentido, lo que la filosofía tradicionalmente ha denominado los universales: bondad, belleza y corrección. Cierto es que nuestra democracia necesita hombres y mujeres intelectualmente bien formados, pero sobre todo las democracias requieren también valores.

Debo ir acabando.

Para quienes creemos que la comunicación es, sobre todo, servicio no resulta fácil en ocasiones ver en qué se ha convertido buena parte de su mundo. Vivimos en un tiempo que bascula entre extremos. Simplificando, podríamos decir que actualmente el ejercicio de la comunicación se tensa entre dos fronteras: por un lado la vinculada con lo político, por otro, la del puro entretenimiento. Dos públicos diferentes demandan distintas cosas de la comunicación en nuestra sociedad. Ambas son, en cierto modo, opuestas, pero no por ello incompatibles. Entre dichos puntos la libertad de expresión se pone a prueba cada día.

El mundo ha cambiado enormemente en este sentido en los últimos veinte años y como siempre, lo ha hecho para bien y para mal, no tanto por los cambios en sí que se han producido, sino por el uso que los hombres y mujeres hacemos de dichas transformaciones. Como padres intelectuales de nuestros alumnos, estamos obligados a hacer todo lo posible para prepararlos de modo que el día de mañana nos sintamos orgullosos de ellos, allá donde estén. Eso requiere esfuerzo y trabajo por nuestra parte, pero también confianza, como toda buena siembra.

En cualquier caso, no hemos de perder de vista que educar y confiar no son nada si quien lo hace no lo hace desde el respeto y la libertad hacia el otro, hacia sus necesidades y el derecho a ser él mismo. El filósofo Fernando Savater se refirió a la educación hace años con la expresión “disciplina de la libertad” pues, al fin y al cabo, la educación no es sino una suma de contingencias, de actos y de omisiones en las que la libertad es decisiva. Hablar por todo ello de libertad de expresión no es baladí. Hacerlo de la mano de profesionales de la comunicación o de la literatura, todos ellos de talla nacional y méritos contrastados, como los autores de este libro, merece que todos hoy estemos de enhorabuena. Considero, por tanto, que esta de educar en la libertad es una de las principales facetas de esta bella aventura en la que se halla nuestra especie como es la de la evolución.

Precisamente hablando de evolución, permítanme que concluya mi intervención esta mañana ante sus Altezas los Duques de Soria, con unas palabras de uno de los miembros del equipo de Atapuerca, equipo que, precisamente, constituye uno de los fenómenos comunicativos más interesantes de los últimos lustros a escala mundial. Eudald Carbonell, científico de prestigio y miembro además del Consejo Asesor de la Fundación Duques de Soria, sostiene que “los humanos no nos diferenciamos unos de otros por cómo somos, sino por lo que hacemos”. Por este motivo, aunque hace siglos que los humanos hayamos dejado atrás la selección natural, seguimos sin embargo evolucionando. Creo no equivocarme si recuerdo que esta idea, que antepone los principios éticos a los meros instintos biológicos, se encuentra tanto en la base de la misión de la Universidad Pontificia de Salamanca, como en el ideario de la Fundación Duques de Soria. Y por supuesto, esa idea también está en la base de la educación que todos queremos dar a nuestros alumnos y que deseamos que oriente a la sociedad general. Sintetizar todo esto, diez años de colaboración y de educación para la Comunicación, en un libro, bien merece que nos hayamos reunido hoy aquí.

Muchas gracias a todos por ello.

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