UNA MIRADA AL MAPA
Eduardo Martínez de Pisón

[Publicado en el Boletín de la Institución Libre de Enseñanza, 2020

Es preciso o inevitable en este asunto tener una perspectiva geográfica, puesto que cada sistema de Parques Nacionales conforma como conjunto una red tendida sobre el mapa del país que se trate: en este caso, obviamente el mapa de España. En principio, como malla y relación global y complementaria. Luego, también la geografía reclama una mirada de detalle sobre cada Parque, en su específica delimitación y respecto al significado que tiene en su propio entorno. Además, esta red se combina e integra, aunque diferenciada por sus especiales características, en la más amplia y diversificada de los espacios protegidos de diferentes tipos, aunque tiene en sí misma un significado particular y una armonía distintiva. Finalmente, el mapa no se agota en cada país, sino que pertenece a un entramado continental, incluso mundial y por lo tanto necesariamente internacional. Por ejemplo, en nuestro caso europeo, tiene evidente necesidad de reajustes, coordinaciones y cogestiones en los contactos fronterizos. Es decir, si tuviéramos ahora que dibujar posiciones, límites o relaciones tendríamos necesidad de varios mapas a distintas escalas.

Hablamos de una red propia porque un Parque Nacional es, como cuestión previa, un lugar selecto, pero sobre todo especialmente selecto. Quiero decir: especialmente natural y especialmente seleccionado. Si restringimos la noción de paisaje natural a los lugares de exclusiva composición espontánea de la naturaleza, está claro que será difícil encontrarlos en un continente tan humanizado históricamente como Europa. Si la aplicamos a parajes de dominantes naturales en sus componentes y su organización, aunque estos tengan herencias y presencias de antropización, se abrirán más espacios a nuestro concepto. Y, cuando el vigor de tal naturaleza es patente, el hecho geográfico adquirirá entidad y hasta se volverá rotundo. Es en este sentido, pues, en el que decimos que estos parques son “especialmente naturales”. Todos podemos apuntar casos concretos a este respecto: los primeros, los Parques Nacionales existentes y también algunos más.

Con ello, los Parques Nacionales son nuestro primer rango de protección. Cada Parque Nacional es una síntesis de un modo de presentarse la naturaleza española, entendida esta como conjunto, es decir, como lo que es en la Península más los dos Archipiélagos, en sus relieves, climas, hidrografías, biogeografía e implantación humana. Dicho sucintamente, en su geografía. Y, por ello, a la escala y el sentido de esa agrupación. Esta es la primera razón por la que estos parques se llaman Nacionales, además de por su alto rango de protección. Se relacionan y suman a los demás, “parques” (naturales, regionales y otras fórmulas de conservación de espacios agrestes, silvestres y faunísticos), pero constituyen un círculo propio que atiende su red a su escala y a su nivel. Responden, pues, como conjunto a un muestrario de la naturaleza selecta española y cobran pleno sentido en su red geográfica. Son un logro de civilización, un regalo cultural que nos hemos dado a nosotros mismos. Y así también son, al estar referidos a la totalidad territorial, una garantía de preservación supraautonómica. Todo lo cual hace que la red sea un objetivo en sí misma.

Historia y geografía

Sin embargo, nuestros Parques Nacionales son un producto de la historia más que de la geografía. De las circunstancias históricas en que fueron creándose y de su agrupación final como resultante de tal proceso, por lo que la aplicación de la red conseguida al mapa físico de España revela tanto logros encomiables como presenta desigualdades perceptibles respecto a sus regiones fisiográficas y naturales (o áreas basadas en sus componentes naturales).

Unas cifras de las distintas superficies de nuestros Parques Nacionales en el ámbito peninsular (las islas tienen sus propias dimensiones) pueden ser expresivas de algunas de esas desigualdades, que no responden solamente a hechos de coherencia geográfica sino también a las coyunturas históricas en la creación de los distintos Parques o en sus ampliaciones. La cifra media de 20.000 hectáreas no es azarosa, pues está hoy día consignada como mínima para un nuevo Parque Nacional: > 20.000 ha: Sierra Nevada: 85.883 ha. Picos de Europa: 64.660 ha. Doñana: 54.252 ha. Cabañeros: 40.856 ha. Sierra de Guadarrama: 33.960 ha. < 20.000 ha: Monfragüe: 18.396 ha. Ordesa y Monte Perdido: 15.508 ha. Aigüestortes i Sant Maurici: 14.119 ha. Tablas de Daimiel: 3.030 h. El contraste, en todo caso, entre Sierra Nevada y Daimiel es elocuente de la diversidad espacial de nuestros Parques, pero además, una cifra tan baja como la de Ordesa y Monte Perdido, que representa a una buena parte de nuestra mayor cordillera en extensión, el Pirineo centro occidental, es indicativa de la conveniencia de reformas.

También ocurre que lo que tomamos a veces como producto espontáneo en el territorio no es tal, sino remodelación histórica del paisaje. Hay paisajes estrictamente naturales, como los antárticos; y los hay más o menos humanizados, cuya intensidad y extensión depende de los lugares, sus emplazamientos y sus historias. Pero hay incluso paisajes engañosos con piezas de elementos naturales que, sin embargo, responden a una intervención antrópica. A veces los elementos que los forman son naturales, pero su composición es histórica y su espíritu depende de la cultura de quien lo observa. Una expresiva cita literaria de Barnes nos pone ante esa condición:

“- ¿Y la naturaleza creó el campo igual que el hombre creó las ciudades?

– Más o menos, sí

– Más o menos no, Mark, el otro día subí a una colina y oteé un campo ondulante más allá de un soto en dirección a un río y mientras lo miraba un faisán se removió a mis pies. Usted, como persona de ‘paso’, habrá presumido sin duda que la dama naturaleza se ocupaba de su eterno negocio. Yo sabía algo más, Mark. La colina era un túmulo funerario de la Edad de Hierro, el terreno ondulado un vestigio de la agricultura anglosajona, el soto era sólo un soto porque habían talado otros mil árboles, el río era un canal y el faisán había sido domesticado por un guardabosques. Lo cambiamos todo, Mark, los árboles, los cultivos, los animales. Y ahora, sígame otro trecho. Ese lago que vislumbra en el horizonte es un embalse, pero cuando ya ocupa ese sitio varios años, cuando tiene peces dentro y cuando las aves migratorias lo utilizan para hacer una escala, cuando la línea de árboles se ha adaptado al paraje y barquitas pintorescas lo surcan de un lado al otro, cuando esas cosas ocurren se convierte, triunfalmente, en un lago»[1].

Atención, pues, a la humanización bastante generalizada de los paisajes en territorios de larga historia como el nuestro. Pero, fuera de ellos o en sus márgenes o dentro incluso de sus áreas como pervivencias o en retornos a lo silvestre, hay también paisajes de dominantes naturales donde la naturaleza sí creó el campo o, en cualquier caso, domina con sus componentes. Hay así paisajes históricos con huellas borrosas, paisajes agrarios con necesarios ingredientes naturales y paisajes urbanos con sólo infraestructuras naturales, pero también hay lugares donde el dominio de lo natural persiste y califica su carácter y hasta su símbolo cultural. En estos parajes, que podríamos situar, delimitar y cartografiar sin dificultad ahora mismo, es donde tenemos puesta la mirada. Si alguien quiere saber más, le atenderé gustoso con tal de que venga con su mapa bajo el brazo.

La historia también de nuestros Parques Nacionales se ha decantado en una geografía y, como tal, hay que contrastarla con el mapa físico en el que se apoya, del que se nutre y al que asiste. Este mapa físico tiene matices políticos, sin duda, pues hay factores administrativos, territoriales, económicos, sociales, culturales, científicos, gestores y hasta ideológicos que inciden en su conversión parcial en espacios protegidos y sería ingenuo no tenerlos en cuenta.

Pero lo que no debe ser tomado como base en este campo es lo contrario: el mapa político con matices físicos, como tendencia y mecanismos principales que impulsan, frenan o dirigen -no en exclusiva por fortuna- la selección, la finalidad, el programa y la gestión de los Parques Nacionales. Para eso hay leyes nacionales y un Plan Director que marcan pautas claras de lo que es un Parque Nacional y su rango. Dicho de otro modo: no debería haber ocurrido que el mapa autonómico, en este caso -que también es geografía-, se apoderase en sus límites de la administración y, en suma, hasta del sentido de este tipo de Parques, como uno más entre los propiamente suyos. Sin duda, puesto que se anclan en la tierra, están en su demarcación, pero sus referencias son, como su nombre indica, nacionales. Tampoco se trata de hacer un Parque Nacional por cada autonomía. Pero ellas son quienes los impulsan o bloquean, las que los dirigen en cada lugar o los cogestionan cuando por su emplazamiento cabalgan límites y se convierten en pluriautonómicos. Todo ello refuerza, en suma, la necesidad de fortalecer la red. Y no sólo la geografía de la red, que podemos considerar su sentido básico.

Otra cuestión simultánea se refiere a la geografía específica de cada Parque y a su coherencia con el entorno al que representa. Ahora es el mapa a escala local o regional el que importa, como elemento o nudo de la red. Es decir, añadimos el interés nada escaso de la adecuación particular del lugar y de su delimitación concreta al carácter físico del lugar, a su medio, a sus circunstancias y también a su geografía humana. Por ejemplo, como hemos indicado, en el caso de Ordesa y Monte Perdido, de extensión reducida pese a representar a un amplio tramo de la cordillera pirenaica y fronterizo con un amplio Parque Nacional francés, todo indica desde una perspectiva geográfica la conveniencia de su ampliación. O en el caso de la Sierra de Guadarrama, la geografía física reclamaría una mayor extensión por determinadas superficies boscosas. Pero, en cada caso, hay resistencias pragmáticas a la rectificación, bien desde presupuestos políticos locales, bien desde perspectivas de aprovechamientos o propiedades que frenan o impiden tales mejoras. Y es desde estos núcleos locales y regionales de donde debería partir la iniciativa de reforma. Con lo cual, el mapa es lo que da de sí cada voluntad local.

Teniendo presente que la reducción a un formato regional de lo que debe tener una dimensión nacional no parece la adecuada, en lo que concierne al sentido general de esta ponencia conviene al menos plantear la idoneidad del conjunto resultante, de momento definitivo, (mejor cabría decir provisional si, como esperamos, ha de crecer) y su previsible futuro a partir de su adecuación al conjunto natural del mapa físico global. Porque, al centrarnos en el sentido de la red, nos referimos a cuestiones geográficas en el conjunto territorial, a las áreas cubiertas por la totalidad de nuestros Parques Nacionales y a las descubiertas que merecerían alcanzar esa condición con sentido en la malla general, a lugares precisos especialmente valiosos en el sistema completo, a modalidades o temas que están actualmente carentes de cobertura, etc. Y a la necesidad de plasmarlo todo ello en mapas de trabajo. Todo lo cual requiere un tratamiento desde diversos planos: por lugares, por sistemas, macizos, regiones, por dominantes orográficos, hidrográficos, bioclimáticos, marinos y otros. Y, para indicar su presencia o su ausencia, señalarlo en listados y en mapas con jerarquía de valores y adecuación al destino que tiene o se le quiere dar. Una vez construida tal cartografía temática y valorativa es cuando se pueden sopesar otros factores influyentes, como los políticos, los sociales, los económicos o las condiciones locales y administrativas, que pueden permitir o no la consecución de la declaración como Parque Nacional de un determinado lugar.

Pero, en las condiciones de exigencia apropiadas al rango de los Parques Nacionales, no hay que tener miedo a la extensión de los núcleos de la red, de su número y de sus superficies, a la mayor compactación de su malla. Siempre será esa ampliación limitada, restringida, por el mismo carácter preceptivo de estos Parques, pero hoy es conveniente afrontarla. Si hemos considerado un bien la creación desde la nada de nuestros dos primeros Parques Nacionales y hemos celebrado la llegada de tal bien en su centenario el año pasado, también podemos considerar la extensión hoy de ese bien como un acontecimiento deseable. Incluso como un proyecto estimulante.

El calificativo de “nacionales” de estos parques es especialmente significativo. Parques hay, como sabemos, muy diversos: por ejemplo, municipales, autonómicos o con otros significados. “Nacionales” significa que afectan al conjunto de la nación, que se rigen por una ley nacional, que representan la naturaleza de conjunto y que son de todos los españoles, radiquen donde radiquen, aunque su gestión esté transferida a las autonomías e incluso a los cabildos insulares. Naturalmente han cambiado ciertos matices en el tiempo del concepto histórico de “nacional” desde el origen de nuestros Parques en 1916 o desde su plasmación americana en el siglo XIX, pero su sentido de fondo está claro y permanece. Como esto también afecta a la geografía, al todo y a la parte, tenemos que señalarlo. Cuando se materializaron en 1918 nuestros dos primeros Parques Nacionales (Covadonga y Ordesa) hubo un acto creativo, un impulso o iniciativa memorable, que se consolidó porque había una capacidad de recepción de la propuesta en la sociedad española y ésta se debía a la existencia, tal vez minoritaria pero muy consistente, de una sólida capa cultural atenta a los paisajes: pintores paisajistas, científicos de la naturaleza, eruditos del arte, excursionistas, viajeros, pensadores, literatos del 98, políticos con capacidad contemplativa, figuras personales excelentes y un fondo moral y pedagógico de gran entidad que había calado en las tendencias intelectuales, derivado de la Institución Libre de Enseñanza y de su expreso interés regeneracionista por la naturaleza. Es de esperar que hoy persista, sobre algo ya consolidado, una lucidez semejante.

Parques Nacionales, Paisajes Nacionales

Existe ya una guía para allanarnos el camino a la ponderación sobre el mapa de la posible extensión de nuestros Parques Nacionales, un libro elaborado en el Organismo Autónomo de Parques Nacionales (OAPN) y dirigido por Jesús Casas y otros[2]. Se trata de un análisis territorial general y pormenorizado con acusado carácter biogeográfico, donde no escasea la cartografía que aquí nos preocupa. Hay, pues, consciencia de la necesidad de tal identificación, de su plasmación en mapas para guiar la necesaria adecuación de la historia a la geografía. Hay, así, un paso importante dado ya en este sentido. Lo constatamos, pues, y seguimos adelante con la indispensable primera indagación ya disponible.

Los Parques Nacionales son lugares. No entes abstractos o solo campos de gestión. No están aislados ni solo insertos en su propia red. Pertenecen a un lugar mayor, tienen entorno del que toman y al que dan sus significados. Están constituidos por fragmentos de una estructura geográfica. Se asientan, arraigan en el suelo y lo expresan. Pertenecen al mundo y lo hacen de modo destacado. Como consecuencia de su territorialidad se constituyen como paisajes, como formalización de fuerzas, factores y componentes geográficos, cuya interacción se manifiesta en paisajes. Sobre el mapa esencial, en cada caso y en la red (que es un sistema geográfico), sobre las regiones naturales en las que se establece su selección por sus valores propios, el Parque es un hecho morfológico y dinámico que integra elementos horizontales, cartografiables, y verticales, ecológicos, en una relación completa entre fuerzas y componentes. Eso es cada Parque Nacional. Y su red es el sentido de su conjunto, “nacional”, expresión de todo el sistema: la mirada desde la red, desde la agrupación, es el mismo significado de su calificación como nacionales.

Se trata, hoy, por tanto, de avanzar dando un paso de coherencia a lo conseguido, que es sin duda excelente, pero adolece de las propias circunstancias históricas en las que se fue logrando, aunque también éstas proporcionen un beneficio de calidades culturales que a veces siento perdidas en ciertas miradas actuales.

Y, tratándose de paisajes, la importancia de su percepción, con toda su carga subjetiva, puede alcanzar, según sensibilidades y culturas, grados notables como ingrediente vital. Como cabal expresión del paisaje emocional y estético, que incluye la visión de un Parque Nacional, podrían servir las siguientes palabras de Saramago, con las que cerramos este escrito:

“Nací y fui criado en una aldea ubicada a la orilla de dos ríos. Al que está más cerca, un modesto curso de agua que lleva el enigmático y altisonante nombre de Almonda, se llega prácticamente, solo con bajar el escalón de la puerta de las casas ribereñas. El otro, con caudal más aventajado e historias más aventureras, se llama Tajo, y pasa, casi siempre plácido, a veces violento, a menos de un kilómetro de distancia. Durante muchos años, de un modo que casi diría orgánico, el concepto de belleza paisajística estuvo asociado en mi espíritu a la imagen de mantos movedizos de agua, de pequeños y lentos barcos llevados a remo o a vara entre limos y cañas, de frescas orillas donde se alineaban fresnos, chopos y sauces, de vastas campiñas que las crecidas del invierno inundaban y fertilizaban. A la imagen, también, de los callados y misteriosos olivares que rodeaban la aldea por el otro lado, enmarcada entre la vegetación exuberante nutrida por los ríos y la suave monotonía de verde, ceniza y plata que, como ondulante océano, igualaba la copa de los olivos. Fue este el mundo en el que, niño, y después adolescente, me inicié en la más humana formación de todas las artes: la de la contemplación. Sabía, como todo el mundo, que en otros lugares del planeta había montañas y desiertos, selvas y sabanas, bosques y tundras; observaba y guardaba en la memoria las imágenes que me enseñaban los libros de esos sitios para mí inalcanzables, pero la realidad sobrenatural de mi mundo de entonces, esa que los ojos despiertos, las manos desnudas y los pies descalzos no necesitaban aprehender objetivamente porque la iban captando de continuo a través de una cadena infinita de impresiones sensoriales, se consustanciaba, a fin de cuentas, en un banal paisaje campestre donde, como en cualquier otro lugar donde haya nacido y crecido un ser humano, sencillamente se estaba formando un espíritu. Es normal oír decir que el paisaje es un estado del alma; que una vista de la naturaleza, sea cual sea, no hace más que devolvernos, confirmándola, la disposición de espíritu con que la habíamos mirado, y que así, fueron nuestros sentimientos, y solo ellos, los que la volvieron triste o alegre, melancólica o jubilosa, deprimente o arrebatadora. El mundo exterior a nosotros sería, pues, en todo momento y circunstancia, una especie de prolongación de nuestro mundo interior y tan variable el uno como el otro. Sería un espejo siempre cambiante de nuestras emociones, del mismo modo que ya solo es, y nunca más lo será, aquello que nuestros sentidos sean capaces de aprehender de él. […] Todo es según lo que somos, todo será según lo que sintamos. Creo, sinceramente, que sería una persona diferente de aquella en que me he convertido si hubiesen sido otros los paisajes a través de los cuales se me presentó por primera vez el mundo. En la linfa de la sangre, y no solo en la memoria, llevo dentro de mí los ríos y los olivares de la infancia y la adolescencia, las imágenes de un tiempo mítico tejido de asombros y contemplaciones, cuando, poco a poco, en el curso de propio proceso de su edificación, el espíritu se iba conociendo y reconociendo a sí mismo. […] No me imaginaba que la más profunda emoción estética de mi vida, aquel inolvidable estremecimiento que un día, hace muchos años, me sacudió de la cabeza a los pies cuando me encontré ante la puerta que Miguel Ángel dibujó para la Biblioteca Laurenciana, en Florencia, no me imaginaba entonces que esa sacudida de todo mi ser se repitiera alguna vez, mucho menos ante un paisaje natural, por más bello y dramático que fuese, y por nada admitiría que la impresión que pudiera causarme fuese tan arrebatadora como la que había sentido, en un instante mágico de deslumbramiento, por la virtud que desde ese día -no una escultura, no una cúpula, una simple puerta- había pasado a ser, para mí, la obra maestra de Buonarroti. Y, sin embargo, así fue. Cuando mis ojos, atónitos y maravillados, vieron por primera vez Timanfaya; cuando recorrieron y acariciaron el perfil de sus cráteres y la paz casi angustiante de su Valle de la Tranquilidad; cuando mis manos tocaron la aspereza de la lava petrificada; cuando desde las alturas de la Montaña Rajada pude entender el esfuerzo demente de los fuegos subterráneos del globo como si los hubiese encendido yo mismo para romper y dilacerar con ellos la piel atormentada de la tierra; cuando vi todo esto, creí que debería agradecerle a la suerte, al azar, a la ventura, a ese no sé qué, no sé quién, a esa especie de predestinación que va conduciendo nuestros pasos, el privilegio de haber contemplado en mi vida, no una, sino dos veces, la belleza absoluta.»[3]

[1] Barnes, J. (1999). Inglaterra, Inglaterra. Barcelona, Anagrama.

[2] Casas, J., del Pozo, M. y Mesa, M. (eds.) (2006): Identificación de las áreas compatibles con la figura de ‘Parque Nacional’ en España. Madrid, Organismo Autónomo de Parques Nacionales.

[3] Saramago, J.: El cuaderno del año del Nobel. Madrid, Alfaguara, 2018.