Sir John Elliot durante su conferencia

Soria, 3 de julio de 2009

Es para mí un motivo de orgullo haber sido invitado a pronunciar la lección inaugural del curso de 2009-10 de esta Fundación. Celebramos hoy su vigésimo aniversario, y en este momento importante de su historia nos honran con su presencia Sus Altezas Reales los Príncipes de Asturias, a quienes expresamos nuestro agradecimiento por su interés y apoyo. Para mí ha sido un enorme privilegio formar parte del Patronato desde 1989, el año de su formación, y durante el curso de veinte años he seguido con admiración la expansión de sus actividades y la eficacia de la actuación liderada por el Presidente de la Fundación y su espléndido equipo administrativo. La Fundación ha hecho una contribución inmensa a la vida cultural de España, no sólo por la cantidad de sus actividades, que ya son muchas, sino incluso más por su calidad. Soy testigo, desde sus inicios, de su empeño en alcanzar y mantener el más alto nivel posible en todas sus iniciativas, y en fomentar el diálogo abierto dentro de la sociedad española. Sus logros, que ya son innumerables, se deben de manera especial a la visión, el entusiasmo y la dedicación de Su Alteza Real la Infanta Doña Margarita y del Duque de Soria, a quienes me encuentro personalmente en deuda por su apoyo y amistad. Es característico de su interés personal por las actividades de la Fundación que lleva su nombre, que cada vez que he dirigido un curso de verano aquí en Soria han asistido personalmente a su primera reunión, alentando así con su presencia a los profesores y alumnos participantes. Es un placer poder expresarles personalmente hoy nuestra gratitud.

El curso que dirigí en el año 1999 versó sobre el tema de ‘España y las Indias’. Uno de los beneficios de estos cursos es que ayudan a reflexionar no sólo a los alumnos sino también a los profesores. Los debates que aquí suceden han ayudado y ayudan a todos los participantes a descubrir nuevas ideas y formular nuevas preguntas. Yo por lo menos aprendí mucho en ese curso, puesto que en ese momento estaba intentando profundizar mis conocimientos del imperio español en las Indias para mi libro de historia comparada, Imperios del mundo atlántico. España y Gran Bretaña en América, 1492-1830′, que se publicó por fin en 2006. Es de algunos de los temas de este libro que voy a hablarles ahora.

Dos imperios en contraste: la presencia española y británica en América

A principios de la década de 1770, un norteamericano de origen francés, J. Rector St. John de Crévecoeur, escribió el inédito «Esbozo de un contraste entre las colonias inglesas y españolas». Su ignorancia del mundo hispánico no le impidió formular una serie de juicios sumarios que proyectan una luz poco halagadora sobre la América española en contraste con las colonias británicas del norte.

La comparación de Crévecoeur, tal como era, exponía un conjunto de estereotipos. Contrastaba, por ejemplo, los excesos barrocos de las iglesias de Lima con la sencillez de la congregación cuáquera. «¡Qué diferente y cuánto más simple es el sistema de leyes religiosas establecido y seguido en este país!». Después de alabar la justicia, la tolerancia
religiosa de las colonias británicas, y su «invención en el comercio y las artes», concluía que «este gran continente no requiere más que tiempo y manos para convertirse en la gran quinta monarquía que cambiará el actual sistema político del mundo».

El contraste con la América española, tal como la presentaba Crévecoeur, era decisiva. «La masa de su sociedad está compuesta de los descendientes de los antiguos conquistadores y conquistados, de esclavos y de una tal variedad de castas y colores de piel como nunca antes se han visto en ninguna parte de la tierra, que parece que nunca puede vivir con un grado suficiente de armonía para realizar con éxito grandes planes de industria….» Además, según Crévecoeur, el sistema de gobierno en la América española, «no está pensado en absoluto para levantar, sino que está más inmediatamente adaptado para derribar… En resumen, la languidez que debilita y corroe la metrópoli, enflaquece también aquellas bellas provincias…».

No había nada nuevo en esta comparación de los imperios español y británico en América. Inspirado con fuerza en el espíritu de los filósofos, la acusación de Crévecoeur contra España y sus posesiones americanas era una nueva reformulación de la Leyenda Negra que había acompañado el ascenso de España a la grandeza y su consiguiente decadencia. En el siglo XVI, los enemigos de España la acusaban de crueldad, fanatismo y un ansia por establecer una monarquía universal. Más tarde en el siglo XVII, a medida que España perdía su preponderancia en Europa, la imagen predominante se fue convirtiendo cada vez más en una de atraso económico causado, tanto en la península como en los territorios de ultramar, por un gobierno arbitrario e incompetente, por la superstición y la pereza.

Sin embargo, las comparaciones no habían sido siempre en desventaja de España. En los primeros años de la expansión inglesa en ultramar, el temor al poder español y el odio hacia la crueldad española habían ido acompañados de una admiración mezclada de envidia hacia los logros españoles en la conquista y la colonización de América. Los ingleses eran conscientes de seguir el camino abierto por los españoles, y los promotores de la colonización animaban a menudo a sus compatriotas a seguir el modelo español.

A medida que Inglaterra y sus colonias prosperaban, mientras que España aparecía cada vez más como un gigante con pies de barro, ésta llegó a ser vista más como un ejemplo a evitar que como un modelo digno de emulación. Hacia mediados del siglo XVIII eran los españoles quienes miraban hacia los británicos en busca de ejemplos sobre cómo incrementar la riqueza y el provecho de su imperio americano.

Así pues, las comparaciones se hallaban implícitas en la historia del imperialismo europeo desde los primeros años de la conquista y colonización de los territorios de Ultramar. Sin embargo, tales comparaciones se basaban casi por completo en una ignorancia mutua. Una vez que ambos mundos coloniales hubieron alcanzado la independencia, la apertura de la América española al comercio y las inversiones angloamericanas a gran escala conllevó un mayor conocimiento, pero sería difícil defender que contribuyó sustancialmente a promover un entendimiento más profundo. La Leyenda Negra perduraba, alimentada por las diferencias religiosas y revitalizada por las proclamas triunfantes de la excepcionalidad angloamericana. El «destino manifiesto» era una prerrogativa dada por Dios al mundo anglófono, no al hispano.

Una expresión del «destino manifiesto» era el espectacular crecimiento económico. A medida que la brecha económica entre Norteamérica e Hispanoamérica se convertía en un abismo, la comparación quedó establecida en términos de éxito y fracaso. En su búsqueda de las causas del proclamado «fracaso» de las sociedades iberoamericanas para lograr estabilidad política y progreso económico, tanto la historiografía como las ciencias sociales y políticas del siglo XX se remontaron, A menudo por medio de la teoría de dependencia a la «herencia colonial». Estas sociedades, según parecía evidente, habían sufrido un atraso fatal por culpa de las muchas cargas impuestas sobre ellas por su pasado español. Se ha representado, por ejemplo, el imperio americano español como un imperio de conquista desde su fase inicial, mientras que el imperio americano británico es descrito como un imperio de comercio.

Las implicaciones de una dicotomía entre conquista y comercio son evidentes. En un mundo comercial e industrializado, las sociedades de conquista se hallan, por su propia naturaleza, honorablemente descalificadas para la lucha por la vida. Como es natural, carecería de sentido quitar importancia a las respectivas herencias coloniales de la América anglófona e hispánica a la hora de considerar sus trayectorias divergentes desde que alcanzaron la independencia, y no tengo ningún deseo de hacerlo. Creo, sin embargo, que hay razones para comparar ambos imperios americanos no en función de sus historias poscoloniales, sino del contexto histórico en que se fundaron y desarrollaron. Es lo que he intentado hacer en mi libro¡ de historia comparada, Imperios del mundo atlántico.

En el poco tiempo que tengo hoy es evidentemente imposible seguir las historias de estos dos mundos imperiales desde los principios de la colonización hasta la llegada de la independencia. Lo que quiero, por tanto, es esbozar, muy brevemente, algunas de las implicaciones de cuatro conjuntos de variables que identifiqué al pensar y escribir mi libro – la cronología, el medio americano, el «carácter nacional» (en el sentido más amplio) del país de origen, y las variables que resultan de la personalidad y la contingencia – con la esperanza de que esto pueda arrojar alguna luz sobre las posibilidades y los problemas inherentes en contrastar dos imperios.

En primer lugar, la cronología. El imperio de España en América comenzó de hecho en 1493, con el segundo viaje de Colón y los comienzos del asentamiento en la isla de Española. Ciento catorce años más tarde, el 13 de mayo de 1607, tres barcos fletados por la Compañía de Virginia y comandados por el Capitán Christopher Newport, una vez reconocida la bahía del Chesapeake desembarcaron para establecer el asentamiento de Jamestown. No sólo había pasado más de un siglo desde la llegada de Colón, sino que la conquista del imperio de los mexica por parte de Cortés en la década de 1520 y del imperio incáico por parte de Pizarro en la próxima década significaba que España ya había adquirido un vasto imperio continental alrededor de ochenta años antes de que los primeros colonos ingleses emprendieran su intento de colonizar el continente.

¿Cuáles fueron las implicaciones de este desfase temporal entre las etapas iniciales de los imperios de Castilla e Inglaterra en América? Pienso que el primer punto que debe enfatizarse es que los fundadores del imperio de España en las Indias no tenían de precedentes que les guiaran. Se enfrentaban a nuevas tierras y nuevos pueblos muy fuera del ámbito de su experiencia previa o la de cualquier europeo. Una vez tomada la decisión de conquistarlos y subyugarlos, tenían que diseñar estrategias para convertirlos al cristianismo, para reducirlos a las normas europeas de policía, para explotar los recursos de sus tierras y para gobernar vastas áreas de territorio a miles de kilómetros de casa. Estos eran desafíos enormes, e inevitablemente se cometieron errores enormes. El Nuevo Mundo era un mundo de sorpresas. Nadie, por ejemplo, podría haber previsto que un resultado de la conquista iba a ser la extinción en el curso de los siguientes cien años de cerca del 90% de la población indígena por las epidemias.

Los españoles pues estuvieron destinados a ser los pioneros, los primeros en la creación, gobierno y explotación del imperio del Nuevo Mundo. Tal carácter precursor fomenta la creatividad, y hay una tendencia a subestimarla en las primeras generaciones de españoles que respondieron a los retos que les salieron al paso. Pero tal condición de precursores también tiene un precio. Una vez que los españoles, como pioneros de la colonización, hubieron ingeniado soluciones a los problemas que implicaba gobernar un imperio ultramarino lejano, se hizo difícil para ellos ajustar sus fórmulas respecto a unas condiciones cambiantes. En cambio, los ingleses, junto con otras naciones europeas que siguieron a los españoles en la colonización de América, se encontraron en la afortunada posición de poder beneficiarse de la experiencia española cuando luchaban con los desafíos que imponía el asentamiento en un nuevo territorio.
Sin embargo, el desfase temporal entre las colonizaciones española y británica tuvo consecuencias de mucha mayor importancia para ambas metrópolis y sus posesiones ultramarinas que la simple tarea de buscar soluciones y el establecimiento de precedentes por parte de los pioneros. Entre 1492 y 1607 Europa sufrió un proceso de transformación que tuvo enormes consecuencias para los tipos de asentamientos establecidos por España e Inglaterra en suelo americano.

La península ibérica de finales del siglo XV y principios del XVI vio la creación de España a partir de la unión de las coronas de Castilla y Aragón, la imposición de un fuerte gobierno monárquico en Castilla después de un período de guerra civil, el final de la Reconquista, y la expulsión de los judíos. Lo más probable, pues, era que la Corona española intentara reproducir en las lejanas costas del Atlántico el tipo de sociedad corporativista, jerárquicamente organizada, uniforme religiosamente y dirigida desde el centro que estaba intentando crear en la metrópoli.

Unos cien años después, cuando los ingleses se embarcaron en su empresa de colonización, estaban actuando bajo un clima muy diferente. Europa se había visto desgarrada por la reforma protestante, la España creada por Isabel y Fernando se había convertido en el mayor poder del mundo, y la aparición de la Europa protestante, en particular de la república holandesa, estaba estimulando nuevas formas de pensar en sistemas de gobierno y métodos más efectivos de potenciar al máximo la prosperidad y el poder nacional. Por su parte, Inglaterra se había transformado en una sociedad protestante que leía la Biblia y se movía a regañadientes hacia cierta forma de tolerancia religiosa. También se había convertido en un reino donde el atrincheramiento de las instituciones representativas había refrenado los poderes de la corona y proporcionado un foro para los elementos de la sociedad en potencia disidentes, cuya voz tenía mucha mayor dificultad para ser oída en España. Era probable, pues, que las formas que la colonización inglesa adoptó bajo los primeros Estuardo difiriera en aspectos importantes de las que hubiera tomado bajo los primeros Tudor si la colonización ultramarina hubiera comenzado un siglo antes.

Las diferencias en el tiempo, es decir, el desfase entre los inicios de las colonizaciones española e inglesa, tuvo inevitablemente un impacto fundamental en el carácter y el desarrollo subsiguiente de sus imperios americanos. Sin embargo, también lo tuvieron las diferencias en el espacio que surgieron de los muy diferentes entornos que sus respectivos colonos ocuparon en el continente americano. La magnitud de la población indígena en el momento de la conquista de las Indias y la relativa facilidad con que sus talentos y habilidades podían adaptarse a las necesidades españolas, contrastaba fuertemente con la comparativa escasez de población que los ingleses encontraron a su llegada a la bahía del Chesapeake y con la intratabilidad de los habitantes indígenas cuando intentaron explotarlos. Los indios del Chesapeake, a diferencia de los de Nueva España y Perú, resultaron inutilizables, y cuando fueron sometidos a presión respondieron simplemente alejándose de las áreas de asentamiento inglesas hacia un interior no conquistado.

El carácter recalcitrante de los indios no fue sólo una fuente de profunda frustración para los aventureros ingleses, sino que también condujo al desarrollo de sistemas de inmigración y colonización por parte de los ingleses que diferían radicalmente de aquellos de los españoles. La emigración cada año de unos dos mil habitantes de las tierras de la Corona de Castilla durante el primer siglo de colonización fue suficiente para proporcionar los recursos humanos necesarios para que la población criolla hispanoparlante forjara una nueva sociedad: una sociedad donde la sangre española se veía cada vez más mezclada con la de los supervivientes habitantes indígenas y el déficit de mano de obra fue cubierto, al menos en parte, por una creciente población mestiza. Las iniciativas coloniales inglesas, por otra parte, tuvieron necesidad de recurrir a publicaciones promocionales para fomentar la emigración a América, a un sistema de contratos de préstamo de servicios por un plazo determinado para conseguir mano de obra, y más tarde a la importación de africanos a escala masiva.

Si se considera con mayor detenimiento, las regiones costeras de Norteamérica parecen haber tenido poco que ofrecer a los colonos ingleses aparte de lo que consideraban, en su ignorancia de la perspectiva india sobre el uso de los recursos naturales, como tierras «desocupadas» y «desaprovechadas». Los españoles habían encontrado los territorios que habían conquistado densamente poblados por comunidades indígenas, y no fue en torno a la tierra, sino en tomo a los servicios provistos por esas comunidades, que dieron forma inicialmente a sus nacientes sociedades transatlánticas. Sin embargo, las perspectivas de futuro de estas sociedades quedaron transformadas por el descubrimiento en la década de 1540 de grandes depósitos de plata en los Andes y el norte de México. Durante tres siglos, la economía atlántica hispana giró en tomo a la producción de plata y su exportación a España, mientras que los ingleses buscaban sin éxito minas en América del norte.

La riqueza mineral de Nueva España y Perú no sólo tuvo un profundo efecto en el carácter de su desarrollo económico, sino que además alentó un intervencionismo real que pudiera haber sido de lo contrario mucho menos persistente. Es cierto que, según los términos de la donación papal de 1493, la corona española tenía la obligación de asegurar la conversión y la protección de los indios, y que esta causa en sí misma proporcionaba una buena justificación para una fuerte presencia real. Sin embargo, fue la dependencia financiera de la corona española respecto a la plata americana el factor que más contribuyó a asegurar un continuo compromiso real con la empresa de las Indias. La prosperidad a largo plazo de la economía de minas dependía en último término del mantenimiento del control real sobre la asignación de mano de obra y de un sistema de gobierno que garantizase la estabilidad política y social para contener cualquier aspiración de la élite criolla a actuar por cuenta propia. El efecto de estos imperativos fue alentar, al menos en principio, una implicación real muy estrecha en la vida de las posesiones ultramarinas de la corona. En la práctica, las órdenes dadas por la corona y sus agentes locales fueron ignoradas o eludidas a menudo. Sin embargo, durante tres siglos o más, la corona siguió siendo el punto de referencia esencial en la vida de las nuevas sociedades hispanoamericanas.

Compárese tal situación con la de la América británica. El interés de los primeros Estuardo en el temprano proceso de colonización fue intermitente en el mejor de los casos, y la corona dejó tomar la iniciativa a los intereses privados y a las compañías comerciales. Si se hubieran encontrado yacimientos de plata en Virginia o en cualquiera otra parte a lo largo de la costa atlántica, la historia podría haber sido muy diferente. Sin embargo, como señalaba el consejero de Carlos I, Lord Cottington, carecía de sentido preocuparse por la conducta de colonos que se dedicaban a «plantar sólo tabaco y puritanismo como tontos».

Continuo intervencionismo real en la América española frente a tan sólo control real nominal en la América británica: el alcance de este contraste es asombroso e inevitablemente plantea la cuestión de en qué medida ha de atribuirse a las condiciones americanas (la presencia de grandes poblaciones indígenas y de importantes yacimientos de plata en un caso frente a su ausencia en el otro) y en qué medida lo que podría ser descrito en términos generales como la cultura política y más allá de ella la cultura nacional, de cada una de las dos sociedades. La colonización de la América hispana, como hemos visto, coincidió con la aparición de una fuerte monarquía y de un poderoso impulso hacia la uniformidad religiosa en la España renacentista. Las instituciones representativas no consiguieron cruzar el Atlántico hacia América. La Corona parece haber llegado a la conclusión que las desventajas eran mayores que las ventajas.

La derrota de la rebelión de los Comuneros de Castilla en 1521, que coincidió con la conquista de México por parte de Cortés, reforzó la tendencia a la monarquía autoritaria en Castilla, pero no hizo desaparecer la fuerte tradición constitucionalista castellana heredada de la Edad Media. Esta tradición se enraizó en la América de los conquistadores e inspiró el desarrollo de un pacto tácito que rigió las relaciones entre la corona y los colonizadores durante los casi dos siglos de reinado de la Casa de Austria. Sin embargo, fue un pacto que, a resultas de la ausencia de instituciones representativas, carecía de mordiente institucional. En las colonias de la América británica, por otra parte, siguiendo los precedentes sentados por Virginia en 1619 y Bermuda en 1620, se convirtió en procedimiento acostumbrado que se estableciera en cada nueva colonia una asamblea representativa.

Es evidente que la posesión de asambleas representativas fue uno de los rasgos que distinguieron de manera más contrastada la América británica de la América hispánica. No sólo implicaba a una sección significativa de la población colonial blanca en cierta forma de participación en el proceso político, sino que además proporcionó a los americanos británicos una experiencia de autogobierno institucional mucho más difícil de adquirir para los criollos de las sociedades hispanoamericanas, donde los funcionarios reales tenían un papel predominante en la administración tanto local como central. La élite hispanoamericana, por otra parte, desarrolló una gran habilidad para negociar y maniobrar esencial para el funcionamiento efectivo de un sistema constitucional basado en un pacto tácito entre gobernante y gobernado – una habilidad mucho menos evidente entre la élite angloamericana en el momento de la crisis revolucionaria.

A pesar de toda la diversidad geográfica y climática de los territorios del imperio americano de España, había una uniformidad en su sistema administrativo que garantizaba que un funcionario real trasladado de la ciudad de México a Quito se encontrara trabajando bajo condiciones muy similares. Aunque una misma cultura política implicaba que las diversas colonias británicas también poseían importantes rasgos comunes, me parece que es el pluralismo inherente al mundo angloamericano lo que más destaca en cualquier comparación entre ambos imperios transatlánticos. Dado que las colonias inglesas fueron fundadas en diferentes períodos y según diferentes procesos durante el curso de más de un siglo, y como respuesta a aspiraciones e intereses de diferentes sectores de la comunidad nacional inglesa en el momento de su fundación, se desarrollaron de maneras muy distintas.

El pluralismo de la vida política iba ligado a otra herencia de su cultura nacional: la tolerancia religiosa. La colonización de la América hispana fue una empresa estatal y eclesiástica. Aunque había continuas fricciones entre los agentes de la Iglesia y del Estado, y las rivalidades entre el clero regular y secular y entre las diversas órdenes religiosas implicaban que la Iglesia en Hispanoamérica estaba lejos de constituir una estructura monolítica, subyacía una unidad fundamental de propósito en cuanto a los objetivos de la empresa y se establecieron controles rigurosos para suprimir cualquier señal de disidencia religiosa. En contraste, se ha de observar el extraordinario batiburrillo que era la América británica: una iglesia anglicana dominada por la aristocracia en Virginia, el congregacionalismo en Nueva Inglaterra, el catolicismo predominante en la fundación de Maryland, la reforma holandesa en Nueva York y los cuáqueros como la inspiración de Pensilvania.

El alcance de la diferencia religiosa entre los dos mundos coloniales salta a la vista cuando se considera que había veintiocho diócesis en el Imperio español de las Indias hacia 1700, mientras que no se instaló ni a un solo obispo anglicano en la América británica antes de la revolución. En las colonias británicas, la ortodoxia, ya fuera de la variedad anglicana o de la congregacionalista, no logró imponerse. Un pluralismo religioso más o menos tolerado se convirtió en la orden del día, y los ministros de las diversas fes se vieron obligados a competir por la atención de un mercado cada vez más saturado.

En religión, como en política, el imperio británico de América tenía en su desarrollo una predisposición congénita a la escisión. En contraste, la uniformidad de la fe y una estructura política común dieron al imperio americano de España una cohesión que fue esquiva a las colonias británicas.

Sin embargo, el cuadro de cohesión interna que presentaba Hispanoamérica resultaba engañoso en un importante aspecto. Como Crèvecoeur había notado con desdén, los territorios americanos de España estaban compuestos por «tal variedad de castas y colores de piel como nunca antes se han visto en ninguna parte de la tierra.» El grado de mezcla entre razas que se encontraba en el mundo hispánico carecía de paralelo en la América británica. El contraste con la América británica es fuerte y no creo que pueda explicarse simplemente en términos del tamaño respectivo de las poblaciones indígenas de los dos mundos coloniales en el momento en que los intrusos europeos llegaron por primera vez. Sir Walter Raleigh se enorgullecía de su expedición a la Guayana de 1595 de que, a diferencia de los conquistadores españoles, ninguno de sus hombres jamás puso sus manos sobre una mujer india. Si su jactancia es cierta, su conducta fue diametralmente opuesta a la del grupo de setenta españoles que al remontar el curso del río Paraguay en 1537 y ofrecerles los indios las manos de sus hijas, prefirieron olvidarse de la expedición y asentarse para fundar lo que llegaría a ser la ciudad de Asunción.

La impresión que produce el ansia de mantener la separación es que los primeros colonos ingleses carecían de confianza en su capacidad para evitar sucumbir a la degeneración cultural en un medio extraño. Los españoles no parecen haber sufrido los mismos complejos. Durante la época de la colonización, procedentes de un período eufórico de logros nacionales, parecían poseer una confianza suprema en la superioridad de su propia cultura y religión, y en la inexorabilidad de su triunfo.

No sabemos cuántos matrimonios entre españoles e indias se contrajeron de hecho, pero de todas maneras hubo un alto grado de cohabitación. Nada podía detener el continuo proceso de mezcla racial, que desembocaba en sociedades, como notaba Crévecoeur, muy diferentes de aquellas de las colonias británicas en el continente. Los mestizos, cuyo número se desconoce, han sido simplemente eliminados de los archivos históricos de estas colonias, mientras que aquellos indios que permanecieron dentro del territorio ocupado por los británicos vivían al margen de la sociedad colonial. Entre tanto, la presencia de una población africana en aumento estaba conduciendo a la aparición de lo que venían a ser en realidad sociedades de dos niveles, con blancos libres y negros en su mayoría esclavos.

El recurso británico a lo que puede ser descrito como estilos de segregación contrastaba con un sistema hispanoamericano en el que las consecuencias potencialmente negativas de la mezcla de razas eran paliadas hasta cierto punto por una filosofía política de carácter neotomista que intentaba acomodar a todos los súbditos de la corona española en una comunidad integradora estructurada jerárquicamente. La iglesia y el estado realizaron enormes esfuerzos, mediante recursos tales como procesiones públicas y grandes ceremonias, para reforzar la imagen de una comunidad orgánica gobernada por un monarca benevolente. Era inevitable que bajo la superficie hubiera grandes tensiones, con erupciones periódicas de violencia popular a nivel local, pero desde mediados del siglo XVI a mediados del siglo XVIII el sistema imperial español fue lo bastante fuerte y flexible para mantener a raya los elementos en potencia dispares de la sociedad colonial.

La crisis de ambos sistemas llegaría a raíz de la Guerra de los Siete Años (1756-63), a medida que Madrid y Londres intentaban lidiar con los problemas acumulados de hacienda y defensa generados por las rivalidades nacionales e imperiales europeas. Bajo las presiones de la guerra, los dos gobiernos llegaron a las mismas conclusiones: la madre patria necesitaba obtener una mayor rentabilidad de su imperio americano, y en América la balanza de poder se había ido inclinando inexorablemente en detrimento del estado y a favor de las élites coloniales. Tanto Madrid como Londres tomaron medidas para poner remedio a la situación antes de que fuera demasiado tarde: los británicos con nuevas exigencias fiscales, aplicadas de manera irregular ante la resistencia colonial, y los españoles con un programa más sistemático de reformas administrativas, fiscales y comerciales. En ambos casos, los intentos de reforma precipitaron la revuelta: en la América británica desde 1775, en la América española en 1780-81 con el gran levantamiento indio de Túpac Amaro II en Perú y de nuevo en 1781 con la revuelta de los Comuneros de Nueva Granada. Sobre la rebelión de Túpac Amaro, Alexander von Humboldt escribió: «La gran revuelta de 1781 estuvo a punto de arrebatar al rey de España toda la porción montañosa del Perú, en la misma época en que la Gran Bretaña perdía casi todas sus colonias en el continente de América».

Las revueltas en América del Norte y del Sur, aunque más o menos contemporáneas, tuvieron consecuencias muy distintas. Mientras que Gran Bretaña perdía sus trece colonias en el continente americano, España logró retener su imperio americano durante otra generación. En el enfrentamiento entre los colonos norteamericanos y el parlamento inglés había menos margen para un acuerdo negociado que en el sistema imperial español, donde ambas partes de la relación contractual tenían una larga experiencia de negociación y maniobra, y el rey siempre podía deshacerse de ministros y funcionarios que ya no le resultaban útiles y mantener su propia autoridad a la vez.

La causa de la independencia en la América británica debió claramente mucho a la existencia de una élite colonial con una larga experiencia de lo que en realidad era un autogobiemo operando por medio de instituciones representativas. Sin embargo, la contingencia y la personalidad -la cuarta de mis variables- también desempeñaron un papel crucial en una empresa altamente arriesgada. Los rebeldes tuvieron la fortuna de encontrar en George Washington un dirigente firme e íntegro como una roca. Sin embargo, fue sobre todo la intervención naval y militar en su favor de Francia y España lo que hizo posible el fin relativamente rápido y exitoso de la Guerra de Independencia de los Estados Unidos. Las rebeliones hispanoamericanas de principios de la década de 1780 no pudieron recurrir a tal ayuda exterior y al fin sucumbieron a la derrota.

Dada la predisposición congénita a la escisión del imperio americano británico, sin embargo, el mayor logro de los dirigentes rebeldes no radica tanto en alcanzar la independencia, sino en su éxito, por precario que fuera, en mantener unida una parte sustancial del antiguo complejo imperial y amalgamar las dispares colonias en una república federal. Es cierto que no fueron capaces de llevar consigo Canadá y las islas del Caribe, pero la creación de una unión a partir de sociedades coloniales congénitamente desunidas fue poco menos que un milagro. Se logró en parte, naturalmente, gracias a la decisión de correr un tupido velo sobre el divisorio problema de la esclavitud, legando a generaciones futuras la cuestión de intentar hallar una forma de abordar el aspecto más intratable de toda la herencia colonial. Con todo, queda el hecho de que la inteligencia y la habilidad política de los Padres Fundadores bastaron para la tarea de forjar una unión que iba a resistir la prueba del paso del tiempo.

Irónicamente, la América española, con su grado mucho mayor de unidad y uniformidad durante el período colonial, fracasaría a la hora de mantener su cohesión cuando la independencia llegó una generación más tarde. Naturalmente, ello se explica en gran parte por razones geográficas. La América española tenía unos trece millones de kilómetros cuadrados, en contraste con los menos de un millón kilómetros cuadrados de las trece colonias continentales de la Norteamérica británica. No obstante, también influyeron otros factores. El imperio español se desmembró, no a causa de la rebelión en la periferia, sino a causa del colapso en el centro. La conquista por Napoleón de la España de los Borbones creó un vacío de poder en sus posesiones americanas que obligó a todas las regiones o ciudades de importancia a tomar medidas para salvaguardar la autoridad. Este proceso de desmembración en patrias que ya disfrutaban de una existencia teórica fue reforzado por el largo enfrentamiento armado contra las fuerzas de la corona española tras la derrota de Napoleón y la restauración de los Borbones. La mera duración de la lucha militar por la independencia y el grado de destrucción que produjo en comparación con la Guerra de la Independencia estadounidense, hicieron la búsqueda de estabilidad, unidad y legitimidad mucho más problemática para los dirigentes de las rebeliones de la América española que para sus homólogos norteamericanos. A medida que la guerra alargaba hasta parecer interminable, las tensiones raciales latentes iban aflorando a la superficie, y las poblaciones criollas minoritarias, ya obsesionadas por el fantasma de la hostilidad racial aparecido durante la rebelión de Tupac Amaro, lucharon desesperadamente para mantener el controlo permitieron que el poder pasara a las manos de la generación de militares surgida a raíz del conflicto. En tales circunstancias, no es extraño que el imperio americano de España acabara fragmentándose en dieciocho repúblicas independientes, cada una de las cuales se esforzaba por levantar estructuras estatales que le permitieran recuperar un atisbo de la estabilidad de la que habían gozado en los días del dominio español.

Como era inevitable, hoy sólo he podido trazar un esbozo muy esquemático de un conjunto de cuestiones complejas en la historia comparativa de los imperios americanos británico y español que abarca un período de tres siglos. No obstante, espero que, al haber subrayado las variables en las comparaciones sumarias que he presentado, al menos haya sugerido algunas de las posibilidades inherentes a un ejercicio comparativo a tal escala.

La historia, como habrán podido apreciar, está llena de ironías y paradojas, y quizás la mayor de ellas sea que, dado otro principio, podría haberse dado un desarrollo muy distinto. Si, por ejemplo, Enrique VII hubiera estado dispuesto a financiar el primer viaje de Colón, y una fuerza expedicionaria del sudoeste de Inglaterra hubiera conquistado México para Enrique VIII, es posible imaginar un guión alternativo, pero en modo alguno inverosímil: un enorme aumento en la riqueza de la corona inglesa a medida que las arcas reales se llenaban con cantidades crecientes de plata americana; el desarrollo de una estrategia imperial coherente para explotar los recursos del Nuevo Mundo; la creación de una burocracia imperial para gobernar las sociedades coloniales y las poblaciones subyugadas; el declive de la influencia del parlamento en la vida nacional, y el establecimiento de una monarquía inglesa absoluta financiada con la plata de América. Sin embargo, la historia no siguió tal curso. En vez de ello, le fue deparado a Hernán Cortés conquistar Méjico para Castilla, mientras que a los ingleses les tocó plantar tabaco y puritanismo, «como tontos», en las poco prometedoras tierras de Norteamérica.