J.A. González Sainz durante su conferencia junto al Presidente de la FDS

8 de abril de 2008 Tordesillas (Valladolid)

ELOGIO DE LA DISTINCIÓN. LA TAREA DE LA CREACIÓN (LAS PRÁCTICAS DE LA CONFUSIÓN)

Tal vez lo mejor para empezar sea empezar a veces literalmente por el principio, y el principio es siempre la confusión, el caos, el desconcierto. No hay nada al comienzo; o bien hay sólo caos, que es uno de sus nombres. Lo mismo en el Génesis bíblico que en la Teogonía de Hesíodo o Las metamorfosis de Ovidio, en el comienzo está el caos, el desorden; “la tierra era caos y confusión y oscuridad por encima del abismo”, reza el Génesis. “Antes de existir el mar, la tierra y el cielo, (…) existía el caos. (…) El aire y el agua se confundían con la tierra (…). Todo era informe”, leemos en Las metamorfosis.

A partir de ahí, a partir de lo informe, oscuro y caótico que es todo, empieza la tarea de la creación, o bien su relato. Esa tarea tiene un autor, que para el Génesis es Dios y para Ovidio “el Autor del mundo” o el “Autor de la naturaleza”, según le llama, o bien “los dioses, o la naturaleza”; pero la tarea es siempre la misma: ‘poner fin al despropósito’, ‘separar’, ‘poner en su sitio’, ‘establecer reglas’, ‘ordenar límites’. Así lo narra Ovidio: “pusieron fin a estos despropósitos, y separaron al cielo de la tierra, a ésta de las aguas y al aire pesado del cielo purísimo. Y, así, el caos dejó de ser. Los dioses pusieron a cada cuerpo en el lugar que le correspondía y establecieron las leyes que habían de regirlos.”

Crear, pues, desde el principio, es dar forma a lo informe, separar una cosa de la otra de modo que, al estar separadas, sean ellas cada una lo que son; es arrojar luz, poner un orden, idear unas reglas, apartar o disolver el caos, dar cabida a lo a propósito; crear es distinguir en lo confuso.

Pero en el Génesis se añade sin embargo algo más y ese algo es de crucial importancia: se añade la referencia a la palabra, el decir, el logos. La enunciación de que “Dios creó” no está separada de la de “Dios dijo” o “Dios llamó”, y esa no separación, lejos de inducir a equívoco, es la cifra de la claridad, aunque también de buena parte del meollo de las cosas.

El cometido de la creación —¿podríamos decir también paradójicamente su “contenido”?—, es por consiguiente a la par su nominación, consiste en dar nombre y hacer la relación de las cosas, su relato. El que las cosas sean no está pues ni estará ya en adelante separado del que sean dichas, relatadas, puestas en relación. Los semiólogos contemporáneos descubrieron en el fondo la sopa de ajos al proclamar que cuando se enuncia una cosa ésta de algún modo se crea. Mucho antes incluso de que Mallarmé dijera que “enunciar significa producir”, que un enunciado, en cierta forma, produce la cosa enunciada, ésa era ya la primera cuestión del relato de los orígenes. La creación y su relato, pues, desde el principio se entrañan. Las cosas son en la medida que se las distingue, que quedan separadas y luego puestas en relación, enunciadas, dichas.

¿Pero a qué viene todo esto?, ¿tan importante es como para estar no sólo al principio y ser, literalmente, el inicio sino para que le otorguemos, como estamos haciendo, estatuto de fundamento? Y otra pregunta: ¿lo que está al principio significa que ya pasó, que ya ha quedado atrás, que está —digámoslo con ese verbo por el que tanta predilección ha mostrado la modernidad y nuestro siglo anterior y no digamos mi generación— que está “superado”? En otras palabras: lo creado, lo separado y puesto en orden e iluminado, ¿está ya creado para siempre, es decir, distinguido y ordenado e iluminado de una vez por todas? ¿Inmune ya a todo caos y toda oscuridad y confusión, que se están ya quietos y apartados, sin enredar ni hacer ya más de las suyas, una vez inicialmente derrotados?

De ninguna manera, como es evidente. Si la creación en el relato de los orígenes funciona y es impensable que no funcione como metáfora fundamental de toda creación y toda práctica de nominación, éstas —y con independencia de las consecuencias que se quieran derivar o poner en solfa respecto a lo creado o a la figura del autor— no son tanto un resultado cuanto una tarea permanente, nunca acabada por más que se acabe cada vez y siempre por recomenzar. La tarea, necesaria e irrenunciable además, de reponer y mantener la claridad, de atender a las distinciones y las ordenaciones, a lo a propósito, frente a los continuos, peliagudos e insidiosos embates del caos, de la oscuridad y lo informe, cuya derrota en toda creación, si es derrota de lo que se trata, es siempre una derrota provisional. La tarea, dicho sea en toda la extensión de su significado, de mantener la palabra, de mantener creado lo creado.

Porque por más que haya quedado atrás, la necesidad del inicio nos sale al encuentro a cada paso con la evidencia de que el caos y la confusión nunca son vencidos para siempre por ninguna creación, sino que —y ello constituye ya una distinción fundamental— siempre están ahí, al acecho, en ciernes, volviendo a las andadas para difuminar los límites y emborronarlo todo, para burlarse de nuestras certezas y enturbiar nuestras distinciones, pero también para decirnos —y ésa es su otra cara, la cara vamos a llamar luminosa del caos y la oscuridad— que de la claridad a lo mejor no es el estar siempre clara, o que quizá no estaba tan claro lo claro ni era tan cierto lo cierto, o bien simplemente que nada de ello permanece como tal o en sus mismas formas y, llegado el caso, habría incluso que confundir lo claro para clarificarlo.

Por eso es por lo que estamos siempre emplazados a un nuevo inicio, a retomar sin desmayo nuestras prácticas de creación y nominación para volver a empezar cada vez sabiendo sin embargo que ya hace mucho que todo ha empezado igual y es mucho el trecho que llevamos nombrando y vigilantes ante lo creado. Porque la claridad es sólo una hipótesis, como lo es cualquier orden, cualquier a propósito, y, como toda hipótesis, requiere de su permanente confirmación y renovada formulación. Pues a la que nos descuidamos, se vuelve a poner todo oscuro, confuso, turbulento, e incluso más oscuro y confuso aún y más turbulento, como acaso le ocurra a nuestra época, tan ufana de sí misma y tan arrogante que no es capaz de caer en la cuenta de que sus prácticas de creación y nominación van perdiendo comba, vanagloriándose hasta la saciedad a veces cuando más enclenques y rendidas se presentan ante su ingente tarea: todo el siglo veinte, con sus mortíferos dispositivos lingüísticos e ideológicos antes que bélicos y genocidas, está ahí para confirmarlo y para que no nos hagamos demasiadas ilusiones sobre nuestra capacidad de estar a la altura de las circunstancias en ese sentido, en particular cuando éstas se ponen feas.

Tengo la convicción de que toda catástrofe viene precedida siempre por una catástrofe lingüística, por un no saber nombrar bien las cosas, por no darles su nombre y su relación adecuados, por una capitulación y laxitud en la tarea de creación tal como venimos aludiendo a ella, por un bajar la guardia de esas prácticas y más, por hacer trampas, por jugar a enredar y engañar y por una adicción tan desmedida a la farsa que hasta pierde su conciencia de tal. ¿Se refería a eso el poeta Claudio Rodríguez cuando exclamaba que “Quién hace menos creados cada vez a los seres”? ¿Podemos inquirir, a partir de él, y en este sentido que llevamos viendo, que qué es lo que hace cada vez menos creadas a las cosas? ¿Se tratará de la mala calidad y la indigencia de nuestras creaciones?, ¿de lo que he llamado en otro sitio su, y nuestro, “desistimiento” en las tareas creativas?, ¿de lo fofo y trapacero de nuestras nominaciones y la fatua arrogancia de unas y otras y fundamentalmente de nosotros, habitantes de una época que no está a la altura de su propio inicio?

Lejos de constituir un adorno o bien algo subsidiario de nuestra edad de la Técnica, la tarea de la creación, del estar ahí siempre al pie del cañón tratando de distinguir y de volver a distinguir y dar nombre y forma y relación a las cosas, a sabiendas —porque ésa es nuestra experiencia— de que las distinciones se disipan u oscurecen y las palabras no están ahí pegadas con alfileres a las cosas sino que andan movidas y se desplazan respecto a lo que nombran, y que si es verdad que lo enfocan también pueden desenfocarlo, esa tarea, decíamos, lejos de ser un cometido cualquiera, es la tarea fundamental del ser humano en cuanto tal, no en vano —rezan asimismo los relatos de los orígenes— también en ese sentido de la creación así entendida está el hombre hecho “a imagen y semejanza” de Dios o, según Ovidio, es depositario de la semilla divina del “Creador de la naturaleza”.

En ella consiste fundamentalmente, si no ando errado, el verdadero proceso de civilización al que todos estamos convocados lo mismo que nuestras prácticas, entre ellas, por lo que a nosotros hoy se refiere, sobre todo dos fundamentales, el periodismo y la literatura. Al lado de ese proceso irrenunciable y continuo, alerta y esforzado de civilización, muchas de las fijaciones y alharacas de nuestra época, multiculturalismos incluidos, no dejan de ser alicientes o señuelos de casetas de feria, con sus más y sus menos, sus vistosidades indudables y sus atractivos, pero también su mugre de productos mal conservados o que soportan mal los traslados, o peor, que no quieren saber nada de ese proceso fundamental.

Pero intentemos dar algunos pasos más en nuestro recorrido. Los daremos al principio pensando con y a partir de Hans Blumenberg, uno de los estudiosos que más ha profundizado en las últimas décadas del siglo anterior sobre asunto de mitos y metáforas y relatos de los orígenes. En su monumental Trabajo sobre el mito, Blumenberg explica con meridiana solvencia cómo el hombre de la selva que acaba de ganar su posición erecta se siente de pronto totalmente perdido ante el apabullante “despotismo de la realidad” y su inconmensurable horizonte. Cualquier cosa puede ser terrible y brutal para él, todo se extiende indeterminado, no tiene cifra, y su indeterminación diríamos que a palo seco y su inaccesibilidad constituyen un continuum inhóspito e incomprensible ante el que ese animal asustadizo y endeble que es el hombre se siente desprotegido y angustiado, esto es, lleno de pavor ante lo absolutamente desconocido y carente de referencias.

Para intentar mitigar y “despotenciar” ese extravío y esa angustia, ese ubicuo temor ante lo impreciso y sin objeto, el hombre va echando mano poco a poco de una serie de artimañas con el fin de que lo inquietante e inhóspito pueda llegar a volverse familiar, de que la terrible y ominosa indeterminación en que se muestran las cosas se pueda reconducir a una concreción de nombres y formas y se pueda llegar así a hacer de algún modo, si no explicable lo inexplicable, por lo menos no tan intratable, no tan tiránico, absoluto y terrible ese “despotismo de la realidad”. En eso consisten en buena medida los mitos y relatos de los orígenes y en eso consisten también en buena medida todas las narraciones posteriores que se precien de tales: en “despotenciar” el pavor y la extrañeza que produce lo indeterminado al representarlo, al nombrarlo y cifrarlo, en hacerlo, dándole alguna forma, accesible y manejable. Designar con nombres y aludir con formas tiene un cierto valor apotropeico, es decir, alejador y conjurador de males, mágico, y un valor también contrario de acogimiento, de hacer nuestras las cosas o lo más a propósito de las cosas. Protegerse de la selva física en la caverna y protegerse de la selva mental con representaciones son prácticas contiguas, y ambas estriban en hacer casa de algo, en encontrar cobijo y acogimiento dentro de la estabilidad por ejemplo de las rocas y también de la misteriosa inestabilidad de los nombres y las formas; en defenderse de, y a la vez, granjearse la realidad con ellas.

Cabría pensar que la casa por excelencia es, en ese sentido, el paraíso. Por eso dice Blumenberg que “el restablecimiento del paraíso consistiría en tener, de nuevo, para todo, el nombre verdadero, incluso para el enigmático ser que uno mismo es,” Nos acercaríamos pues al paraíso —creo que puede ser lícito argüir— en la medida en que nos fuera dado nombrar con verdad cuantas más cosas, nombrar para defendernos de ellas y a la vez para granjeárnoslas.

Nuestra historia, la historia de nuestra utilización, con mejores o peores resultados, de una amplia gama de artimañas, de técnicas y artes, entre las cuales primordialmente el lenguaje, creyó sin embargo poder pasar del mithos al lógos, superando así los relatos de los orígenes por los relatos científicos y racionales, sin caer suficientemente en la cuenta de cuánto lógos había en el mithos ni de cuánto mito, es decir relato tranquilizador, hay en nuestras formas más decididamente lógicas. “No hay cosa más instructiva —señala Blumenberg— que ponerse a observar en la historia ese juego concomitante de “superaciones definitivas” de lo absurdo y lo abstruso, para, al menos, aprender que no se trata de algo tan fácilmente superable.” “Lo absurdo y lo abstruso”, en las proporciones y modos que sean, están siempre ahí de nuevo, a la vuelta de cualquier esquina de nuestra historia general y de nuestras historias individuales: emplazando y tirándoles el guante a nuestras narraciones.

Todos conocemos cómo, ante situaciones que nos superan, que no podemos o acertamos a entender ni a representarnos cabalmente, ante situaciones que lo mismo pueden ser un desengaño amoroso que una grave enfermedad o percance o bien el puro pánico, el hundimiento repentino de nuestras referencias o arrimos mentales, de pronto aparece la angustia, tanto mayor cuanto de mayor entidad sea aquello de lo que no llegamos a hacernos cargo y cuanto menos capaces seamos de insertar entre ello y nosotros las “instancias imaginativas” adecuadas. Ahí está entonces de nuevo, por mucho que nuestras sociedades hayan avanzado, el “absolutismo de la realidad”, la tiranía que remite a aquellos extravíos y apabullamientos iniciales y que está ahí siempre al acecho, colándosenos de rondón cada vez que el mundo se nos vuelve inhóspito y no encontramos relatos plausibles para desmantelar su despotismo o cobijarnos en ellos.

Pero a esa angustia original, que jamás está llamada a desaparecer del todo, se ha unido otra en nuestra época. Al “despotismo de la realidad” de que hablaba Blumenberg se le ha venido a añadir el “despotismo de las representaciones”, la tiranía opuesta de las formas y las palabras. Un inmenso barullo y bombardeo de representaciones y formas, una sobreabundancia estomagante de mensajes, una vorágine de relatos y un flujo infinito de noticias e interpretaciones nos apabulla hoy por todas partes. Su ubicuidad tiende a ser total, su oportunidad cualquiera. Vivimos en un mundo hiperrepresentado, espectacularizado y escenografiado de por demás, hiperpintarrajeado, hipermusicalizado, donde todo tiende a ser sobre todo su sobreimagen, su sobreactuación, su sobreimpresión, su sobreespeculación. Aquella caverna con sus primeras representaciones rupestres y sus primeros balbuceos de nombres y deseos se ha llenado ahora de pantallas y conexiones que nos inundan continuamente con infinitas formas e infinitos mensajes y que, en su infinitud y continuidad, nos pueden devolver al horizonte apabullante, nebuloso, desorientador e incolmable de la angustia.

Porque las palabras y las formas no sólo crean, no sólo sirven para distinguir lo confuso, para hacer nuestro lo que no lo es, para traer aquí lo de ahí y hacer presente lo ausente, reproponiéndolo y recomponiéndolo en otro sitio —en eso estriban nuestras prácticas de la literatura y el periodismo—, sino que también, correlativamente, descrean, confunden, oscurecen, enajenan y ahuyentan y anublan. Todo el terreno que llevamos ganado al “absolutismo de la realidad” merced a nuestra experiencia creativa corremos el riesgo de perderlo en cualquier momento volviéndonos a hundir en una impotencia de arcaico recuerdo. Todas las amenazas que llevamos sorteando y conjurando con nuestras formas y lenguajes corren el riesgo de volver a materializarse precisamente por medio de los instrumentos y las artimañas que habíamos utilizado para escabullirnos de ellas y dominarlas. Sopla fuerte el viento de la historia, se producen espantadas y todo se torna de nuevo una montonera, un revoltijo donde es difícil saber a qué carta quedarse. Las churras se nos vuelven a juntar con las merinas a poco que nos descuidamos, el grano y la paja se vuelven a amontonar en el momento menos pensado o cuando más felices nos las prometíamos.

Es la angustia complementaria, la que sentimos ante un absolutismo especular de las imágenes y los relatos, ante el ‘despotismo de la virtualidad’ que nos ha sobrevenido tras un “salto de situación” tecnológico y antropológico epocal, comparable tal vez a aquel en el que el hombre se puso en posición erguida y echó a andar apabullado y desprotegido. Encontró entonces casa y cobijo entre las rocas y en las palabras; se sentó y se puso a representar y a hablar y desear para ir desmantelando ese apabullamiento de la realidad, pero lo hizo hasta tal punto y hasta tal punto en ello radica su esencia, que ese ser misterioso y peliagudo que somos generó un nuevo apabullamiento y una nueva angustia, los que se derivan ahora de nuestra posición fundamental de encogidos ante una pantalla por la que un número infinito de representaciones e imágenes y flujos de palabras abarrota el antiguo horizonte de lo inaccesible.

Una nueva indistinción, especular a aquella inicial, parece querer recorrerlo todo y concurrir a confundirlo todo, a entremezclarlo y embarullarlo, a hacer con todo un abigarrado batiburrillo en el que las distinciones atesoradas y sedimentadas por una larga historia creativa pierdan los perfiles y se desvanezcan. Todo tiende a ser asimilable a todo, intercambiable, cualquier práctica se codea y se entrevera con cualquier otra y todo da en cualquier caso un poco da igual. En favor de esa indistinción milita no sólo la cantidad, el caudal infinito de palabras y representaciones y deseos que nos salen al encuentro por doquier y tienden a ocuparlo todo, sino la calidad, la mala calidad, la calidad falsa y de mal gusto de buena parte de esas representaciones y relatos a las que lo mismo les da bueno que malo, verdadero que falso, hermoso que repulsivo, arre que so, pues es esa misma dialéctica y tensión categorial la que parece haber sido destronada o más bien “superada”.

Es verdad que en esa historia de nuestra creatividad, de nuestro ir distinguiendo e ir intentando ver más claro, a los valores supremos que nos guiaban se les había visto también el plumero y, en la larga época de un nihilismo no concluido, éstos se han ido viniendo progresiva o estrepitosamente abajo tal como Nietzsche anunciara. Pero aun eso, según creo, forma parte de nuestra historia de la distinción.

Lo que ocurre ahora, en esta época que se ha dado en llamar postmoderna, es que no sólo se han ido desmoronando las distinciones que se habían ido decantando en una concienzuda y disputada jerarquía de valores y ejemplos, sino que se ha producido incluso, en virtud de esa sobrevenida confusión, una verdadera inversión y un decidido trabucamiento de valores, por lo cual muchas veces lo que era superfluo, ridículo, molesto o insignificante se ha vuelto central y lo ínfimo se ha encumbrado haciéndose a veces peligrosamente con el timón de las cosas en un mundo que cada vez tiene más de fantasmagoría. No es que ya no haya valores, como se suele decir; es que, en gran medida, se han invertido. Son ahora la banalidad, por ejemplo, la conversión de todo en espectáculo, el puro conseguir y alcanzar metas, la sustitución de verdaderos esfuerzos de distinción por la adquisición de sistemas de símbolos cuanto más simples y trabados y cerrados mejor, de ahí el auge idiota de los integrismos y los nacionalismos por ejemplo.

Todo ello se ha hecho fuerte en la mayor parte de los comportamientos y las prácticas, pero sustantivamente, y por lo que a nosotros hoy atañe, en la literatura y el periodismo, en la actitud que gastamos y el lenguaje que usamos en ellos, en sus vicios, en la pobreza de sus hábitos y sus torceduras, y en el desistimiento, como le he llamado en otros sitios, con que las afrontamos.

Walter Benjamín, como me gusta recordar, alertó ya hace mucho del atolondramiento con que las nuevas generaciones se entregaban al cambalache del tesoro de nuestra herencia y nuestra cultura por la calderilla de cualquier bobadita, del “placer” con el que renunciaban a la experiencia en favor de cualquier ensueño de tres al cuarto. El ratón Micky es el ensueño de los hombres actuales, decía. No sabía hasta qué punto seguiría siéndolo y se quedaría corto. La banalidad, la indigencia mental, la bobadita resultona o la pura majadería, vamos a decirlo con las palabras que todavía tenemos para decirlo, cuando no la indigencia ética o la negligencia criminal, llenan no sólo parte de nuestras novelas y nuestros periódicos, sino que se ha apoderado, junto a todos los modos de la mala educación —la agresividad, la obscenidad del narcisismo y la soberbia, el impudor de la burricie…—, de ese colosal medio que es Internet, que sobre ser un medio extraordinario de información y utilidades donde los haya, es quizá también ya el basurero lingüístico e imaginativo por antonomasia, el lugar donde todos los desechos de nuestra historia de la distinción y la creatividad encuentran también acomodo.

La renuncia o dificultad de experimentar algunas cosas por nosotros mismos —¿qué escritor o corresponsal puede experimentar hoy por sí mismo una guerra por ejemplo, dada la envergadura y naturaleza de lo que se sigue llamando guerra?— se suma a la incapacidad de comunicar nuestra experiencia. Nos hemos vuelto pobres en experiencia comunicable, escribió Benjamin. Pero es que también nuestro lenguaje se ha vuelto pobre y cada vez se va volviendo más pobre. Un lenguaje televisivo, cuyas manifestaciones más emblemáticas podrían ser los gritos pelados de los presentadores o la cháchara insulsa y narcisista, o directamente mentecata, de los telefilms norteamericanos o los programas de simulacros de realidad, ha sustituido en buena parte al lenguaje transmitido por la familia y la comunidad, a la riqueza de la lengua popular y los ejemplos de las instituciones educativas, donde también las jerarquías de valor se difuminan y textos de jóvenes que utilizan ese mismo lenguaje televisivo se equiparan o suplantan a los de Cervantes o Machado por ejemplo. Se pierden los lenguajes sectoriales, los lenguajes específicos de profesiones y oficios que han suministrado desde siempre innumerables imágenes, saberes y matices a la lengua; se pierde la riqueza de modalidades que la experiencia imprimía a las frases, las diferencias de registros; no se aprende de quien sabe y de la propia lengua, que es la que sabe, sino de cualquier botarate que grite o haga aspavientos machaconamente repetidos en el infinito caleidoscopio del espectáculo. Se gana en otros aspectos, es verdad, se innova también —véase por ejemplo el desarrollo de los lenguajes deportivos—, pero es más la lengua que se nos va y el mundo que se nos va con ella. Hace unos años, en una renombrada capital de provincia que cuenta con una universidad de prestigio, el periódico que es decano de la prensa de la ciudad mandó a una periodista joven a hacerme una entrevista con motivo de la presentación que allí hice de una novela. La primera pregunta fue directa a la frente: me preguntó si yo aspiraba a tener mucho éxito con la novela, que es algo así como preguntarle a una gamba si aspira a tener mucho éxito en una paella. Traté de decirle como pude —mal seguramente porque poco de ello apareció publicado— que yo creía que un escritor, a lo que de verdad aspira, es a poder tener algún éxito, por minúsculo que sea, en la indagación y expresión de lo que somos los hombres, a aportar algo, por poco que sea, en ese sentido y algo de belleza de paso si es posible en esa búsqueda, y que lo demás, si se tiene más lectores que menos, pues es miel sobre hojuelas. ¿Miel qué?, me respondió con cara como de estar escuchando a un marciano. Estuve por decirle que “pues mejor que mejor” o “mucho mejor”, pero opté por la traducción más certera: “pues que de puta madre entonces”, dije. Un resplandor de verdadera y agradecida comprensión le iluminó la hermosura de su cara de una forma que no sé por qué me pareció cruel.

Pero no es sólo la pobreza de la lengua; es lo torticero de su utilización. George Orwell, y Arcadi Espada siempre que puede, señalan que el periodismo es una práctica abonada al eufemismo, es decir a la sustitución de la palabra adecuada por otra que suene o resulte mejor. ¿Qué suene o resulte mejor a quién?, cabe en seguida preguntarse. A la ordodoxia realmente imperante, al poder ideológico real, a las ganas de no saber, de no ver, al atolondramiento habitual y al desentendimiento de lo que duele, a la alegre hipocresía: hábitos que siempre han desplegado con antelación su mullida alfombra roja al paso de todos los atropellos y totalitarismos. Claro que en este aspecto hay otro lenguaje que siempre le lleva la delantera al del periodismo y es el de los políticos. El filólogo Victor Klemperer, en sus observaciones sobre la lengua del Tercer Reich, fue anotando todos esos eufemismos, todos esos usos torticeros de la lengua que alfombraron la catástrofe nazi. Pero no hay que irse tan lejos; hoy mismo, desde hace ya bastantes años, en nuestro país, en unas regiones mucho más que en otras, un sistema de eufemismos, inversiones y torceduras lingüísticas se ha ido abriendo paso e imponiendo ante la indiferencia o el acatamiento de la gente y de muchos periodistas y escritores. Hay una banda por ejemplo que asesina e intimida y extorsiona, que reduce al miedo y al silencio, o a la cobardía de estar a su abrigo, a buena parte de la población, y encima los que están con ellos acusan de “opresores” y “asesinos” a los asesinados y amenazados y propugnan una “alternativa democrática”. Algunos sitios, han decretado algunos de sus políticos, “tienen” una “lengua propia”, siendo así por lo tanto que la lengua, una o más de una, no sería ya lo que hablan las personas que allí viven, sino lo que “tienen” los territorios; al igual que montañas y ríos u hortalizas de regadío, las tierras también tendrían lenguas, cosa que, como se echa de ver que es lo más normal del mundo, ha dado lugar a la denominada “normalización lingüística”. Un simple gato por liebre lingüístico sí, pero que funciona a la perfección como cobertura de una crasa abolición de derechos fundamentales y de una “discriminación”, como llaman, “positiva”, por una regla de tres por la que igualmente cabría pensar en “agresiones positivas” o “muertes positivas”. Hace muy poco, por la radio, oí unas declaraciones de un alto cargo de la Generalidad de Barcelona —no sé si tendría que decir “alta carga”, porque se trataba de un “alto cargo” de género femenino— con las que salía al paso de una crítica a la política lingüística de esa institución que ha abrogado, de hecho, el derecho democrático a una escolarización en español. Las primeras frases, según práctica habitual en esos despliegues de alfombras de los que hablábamos, fueron para negar la evidencia; la última fue para proclamar, con tono amenazante, que se “defenderían de esas agresiones”. Una solicitud de justicia se había trasformado, así por las buenas, en una “agresión”. Son algunos pobres botones de muestra con los que llevamos tiempo abotonándonos el traje de una ortodoxia y una catequización política y periodísticamente correcta. Pero los hay para todos los gustos.

Antes, durante el franquismo por ejemplo, cundieron otras ortodoxias, pero que cundieran y arrasaran entonces con sus discriminaciones y allanamientos, no quita para que ahora no tratemos también de desactivar las que se nos han echado encima y empezaron ya a dar sus mortales frutos de corrección hace décadas. Cada época tiene sus eufemismos, sus correcciones y torticerías como cada día sus afanes, y escudándose en los de ayer no es como mejor se afrontan los de hoy, que a veces son el tiro por la culata de los de ayer. En sus Diarios, Arcadi Espada entresaca alguno de los innumerables ejemplos periodísticos que ponen de relieve cómo se fue construyendo la ideología de corrección que ha traído aparejados algunos de los lodos políticos que hoy padecemos. En la portada del 14 de septiembre de 1979 del diario El País, por ejemplo, se podía leer que el director de una oficina bancaria de Baracaldo, Modesto Carriaga, “resultó muerto ayer en un atentado perpetrado a la puerta de su domicilio, al parecer por un comando de ETAm. Prácticamente a la misma hora —8 de la mañana—, un refugiado vasco, Justo Elizarán, fue abatido a tiros en la localidad francesa de Biarritz, resultando con heridas muy graves. Este último hecho produjo nuevos síntomas de inquietud en el País Vasco. Medio millar de personas se concentraron ante el edificio de la Diputación de Vizcaya en señal de protesta por el atentado.” Eso es lo que leíamos, y ésa era la realidad que, como quien no quiere la cosa, construían los periódicos: en un caso, el empleado de banca Modesto Carriaga “resulta muerto”; en el otro, Justo Elizarán es “abatido a tiros”. Sólo a éste último se le atribuye el ser “vasco”, como si el otro no lo hubiera sido, y sólo la violencia perpetrada contra él “produce síntomas de inquietud”; la otra, cabría deducir, deja tan tranquilos. En “atrevida sinécdoque”, rubrica Espada, una parte, aquel grupo de personas, se convierte en el todo del País Vasco y el cadáver de Modesto Carriaga es “vuelto a asesinar” en la indiferencia y la construcción de la noticia.

Sinécdoques, eufemismos, descuidos adrede, ojos ciegos para lo que no se quiere ver y abiertos de par en par para lo que obsesiona ver, pobrezas expresivas, estereotipos a porrillo, y también directamente inversiones, gatos por liebre lingüísticos, desplazamientos de significado. Ryszard Kapuscinski, el gran reportero polaco de nuestros días, dice en uno de sus renombrados libros: “el estereotipo, justamente porque no es fruto de conocimientos sino de emociones, es muy peligroso. Nos imposibilita toda tentativa de llegar al otro, de comprender sus razones; por eso es un mal, muy extendido además. No paro de toparme con él (…) y percibo mi misión de escritor (…) como un intento de vencer los estereotipos, de abrir camino para poder acabar con ellos. Mucho me temo, sin embargo, que todo lo que nos rodea, en especial los medios de comunicación, actúa y avanza en dirección contraria: hace lo posible por fijarlos.”

En lugar de tratar de distinguir y nombrar cuanto más limpia, verídica y certeramente posible, lo contrario: etiquetar, ocultar con eufemismos, fijar estereotipos, blindarlos, como se dice hoy con verbo escandalosamente puesto de moda. En lugar de tratar de ver los hechos y las palabras con serena atención y fijarnos en ellos, a sabiendas además de que tendemos a ver sobre todo el ojo con el que miramos, al revés: potenciar una parrilla de emociones machaconamente vinculadas a las cosas, asignándoles así, de una vez por todas si es posible, un valor emocional instrumental positivo o negativo según convenga. Un mero acuartelamiento de ideas es entonces el sucedáneo del pensar; un engorde estabulado de sentimientos es el remedo del sentir. Con esa mercancía intelectual y sentimental se fraguan ahora en nuestro país no sólo informaciones y elecciones políticas, sino hasta leyes y estatutos. Un hecho, una cuestión o una persona, una organización o una lengua no son lo que son sino sobre todo lo que la práctica del estereotipo, el etiquetado y la connotación ha conseguido que sean. Es la vieja práctica de colgar sambenitos, ahora generalizada por los medios de comunicación de masas —los “medios de formación de masas”, como los denomina Agustín García Calvo—, esos eficaces dispositivos de construcción de realidad y consensos al servicio tantas veces, no de una búsqueda continua de la mayor dignidad en la distinción y en la mejor nominación de los hechos, sino de quien mejor se sepa y pueda servirse de ellos para sus objetivos. La conversión del periodismo en propaganda y el periodista en propagandista de la que también ha alertado, entre otros, Kapuscinski.

Todas las disciplinas, sin embargo, no vayamos a creer, adolecen de sus propios eufemismos, inversiones y estereotipos. Las denominadas ciencias económicas, por ejemplo, que tan a trancas y barrancas rigen el rumbo de nuestros países, denominan “riqueza” y “producción”, producto interior bruto, a lo que en muchos casos no es sino destrucción y pobreza. Extraer petróleo o cualquier mineral y gastarlo, que si bien lo pensamos quiere decir destruirlo, incrementa el PIB y por lo tanto la “riqueza” de un país. Así, por ejemplo, un botarate que se pase el día como se pasan muchos dando vueltas con su motocicleta, quemando combustible, envenenando el aire y molestando con su ruido el trabajo y el descanso de los demás, incrementa el PIB, crea “riqueza”. A esas contaminaciones de aire, agua, suelos o espacios se las llama “externalidades” y, como las pagan terceros, es decir, la gente menuda con sus enfermedades o malestares o bien en parte el Estado, es lo que los economistas no cuentan. No lo cuentan, pero está destruyendo el planeta. No le dan importancia ni cabida en sus cómputos, pero nos está matando al fomentar una vida y un desarrollo “no sostenible”.

Nuestras prácticas de la literatura y el periodismo también generan “externalidades”; son esas montañas de banalidad, de ocultamiento, de desatención, de confusión y manipulación, de averiadas mercancías emocionales y falsos etiquetados, de cosas que queremos ver de todas todas y cosas que decidimos no ver, de cosas y hechos cada vez más descreados, según decíamos al principio. Esas “externalidades” dañan, a veces irreversiblemente, nuestra vida espiritual, individual y colectiva, que poco a poco también se va haciendo insostenible y no sólo puede acabar contribuyendo a ocasionar catástrofes como basta echar un vistazo a nuestro siglo XX para comprobar con espanto la de veces que ha ocurrido, sino que generan ya la continua catástrofe de nuestro presente al malearnos y ocultarnos las cosas, al ahuyentárnoslas y trabucárnoslas y producir nuestra ausencia entre la de ellas.

La respuesta —la responsabilidad— ante ello es de cada uno, según el concepto en que tenga a su propia dignidad y a la dignidad de su tarea creativa. Orientaciones no faltan: deshacer los entuertos y los encantamientos; decía Cervantes, desengañar, decía Feijoo; señalar “la salamandra en el pozo”, dice José Jiménez Lozano; contribuir a levantar y apartar el amasijo de chatarra de los eufemismos, a desatornillar las correcciones políticas y las representaciones interesadas, estereotipadas o impuestas, el prurito de convertirlo todo en espectáculo y la capitulación ante los poderes o las hinchazones del yo; esforzarse en levantar el pedrusco de la falta de respeto y consideración a las palabras y las cosas, y de la falta de temor y temblor ante las existencias humanas, cualesquiera que sean, pero sobre todo las más realmente humilladas y ofendidas, para distinguir si debajo, o en el mismo pedrusco, anida el alacrán dañino y peliagudo que somos o está más a la vista la gusanera de nuestra condición, o bien la tierra mullida, buena, fértil y húmeda de lo mejor de nosotros. Claro que para ello hay que agacharse, hay que remangarse y ensuciarse las manos y que tener algo de fuerza, de valentía y tesón y esclarecimiento. Que no es poco.

Nuestra época es la época de las mezclas por antonomasia, de los revoltijos, de las igualaciones y fusiones, de una nueva y curiosa, iba a decir insidiosa, indistinción. Interacciones, mestizajes, contaminaciones de géneros o trasvases de modalidades en todas partes están a la orden del día. Y también las nivelaciones, las “lógicas borrosas”, las estéticas de lo indiscernible, las medidas por un mismo rasero. Es verdad que, en una u otra medida, siempre ha ocurrido tres cuartos de lo mismo, pero ahora se trata de uno de los signos de nuestra postmodernidad: mezclarlo todo, revolverlo todo. En cierta medida, en ciertos campos, esas actitudes han generado verdaderas novedades y desarrollos de interés; pero también han dado lugar a mucho barullo, a mucha inanidad y confusión. En los años setenta, por ejemplo, y de procedencia norteamericana, se fue extendiendo entre nosotros la moda del “nuevo periodismo”, que consistía en sustancia en el trasvase de recursos y modalidades de la literatura narrativa al relato periodístico, fusionando así sus almas respectivas. Esa corriente produjo algunas obras de valor (Truman Capote o Tom Wolfe se citan siempre), pero lo que sobre todo produjo en mi opinión es mucho estropicio, una inmensa confusión y un extravío de esas almas respectivas de los que todavía no nos hemos repuesto.

Toda práctica —es mi modo de ver— puede y seguramente debe compararse a otras, contrastarse, tomar prestado, servir en ocasiones de referencia o estímulo, pero lo que sobre todo debe hacer es no perder de vista la conciencia de lo que es, de sus modalidades entre las demás, sus objetivos y naturaleza. La literatura y el periodismo constituyen dos prácticas que, por mucho que puedan tener en común, poseen una esencia muy dispar que las singulariza y hace a ambas grandes y necesarias, y que si las tergiversamos o nos desentendemos de ellas, no es que corramos el riesgo de no hacer ni una cosa ni la otra, sino de hacer, literalmente, un pan como unas hostias, es decir: mala literatura y pésimo periodismo.

Un periodismo delicuescente, plagado de baratijas esteticistas y pormenores de fofo significado que jugaba, como técnica narrativa, con lo esencial del periodismo, esto es, con los datos fehacientes, escamoteándolos o disponiéndolos literariamente, se extendió desde entonces lo mismo que una mancha de aceite por todas partes, y a su vez el reportaje, pero el reportaje muchas veces a palo seco, ocuparía el rango de una literatura o un cine seguramente no muy sobrados de fuerzas propias. También respecto a los temas, protagonistas o materias, y no sólo respecto a las técnicas o modos de hacer, se podría afirmar seguramente algo análogo.

¿Pero cómo podríamos aludir a algo de esas respectivas almas o esencias que distinguirían a la literatura del periodismo y —según pensamos— no estaría mal que los siguieran distinguiendo? Kapuscinski, por darle primero la palabra a un periodista, afirma que “la novela plasma a la perfección estados petrificados, claramente definidos, inequívocos”; mientras que el periodismo, por el contrario, “escribe sobre el mundo de aquí y ahora, en el que todo cambia, todo fluye y todo resulta frágil y efímero”. La literatura, según él, se las vería con algo así como con “un cadáver”, mientras que el periodismo lo haría con lo que está vivo y coleando. Con todos los respetos, creo que, en lo que respecta por lo menos a la novela, no puede ir más desencaminado.

Se me ocurre, para dar juego, que le responda un novelista: Henry James. Kapuscinski pone como ejemplo de su afirmación anterior una novela, Los Buddenbrook de Thomas Mann. Pues bien, por los mismos años —dos después— en que Mann escribió esa novela, James publicó también The Papers, una novela, o novela corta, si la comparamos con otras del mismo autor en esa época, sobre el bullicioso mundo de los periódicos. En ella describe cómo, para ciertos personajes de relieve o que aspiran a alcanzarlo, su representación social es más importante que su propia persona, su vida pública más que su propia vida. Nada nuevo, a no ser que esa vida pública y esa reputación social se libran y consiguen en la modernidad fundamentalmente en los periódicos y por medio de los periodistas, que se convierten así en jueces y parte de la vida y la muerte, públicas y hasta privadas.

Los dos jóvenes protagonistas de la novela, uno más cínico y más metido en el ajo, la otra —como correspondía a su género, que se diría hoy— más cándida y postulante, juegan a ser todopoderosos por medio del poder del periodismo, pero, asustados tras haber jugado con fuego, acaban retirándose escaldados ante el poder de manipulación y destrucción que entrañan los medios de comunicación. Corría el año 1903 cuando esta novela fue publicada y, a más de un siglo de distancia, se me antoja que ese “cadáver” de la situación que describe sigue más bien vivo. Dio en el clavo, o vamos a ser más ecuánimes, en uno de los clavos, de lo que describía, y cuando se da en el clavo de algo se ha dado para siempre. Si no, escuchen unos comentarios del protagonista en un momento determinado, antes de empezar a sentir que la camisa no le llegaba al cuello, y juzguen acerca de su vitalidad: “La prensa, hija mía (…), es el perro guardián de la civilización, pero sucede que el susodicho can, y este hecho es inevitable, está permanentemente rabioso. Es muy fácil hablar de ponerle un bozal; lo único que se puede hacer es hostigarle.”

“Nuestra libertad depende de la libertad de prensa”, tronó en su día Thomas Jefferson, el presidente norteamericano paladín de libertades. Depende pues de ese “perro guardián de la civilización”, un guardián, en palabras de James, permanente e inevitablemente rabioso al que no queda más remedio, para mantenerlo a raya también a él, que “hostigarle”, que no dejarle hacer a su antojo de las suyas, porque quien hemos diputado para nuestra salvaguardia puede muy bien acabar destrozándonos y contagiándonos la rabia.

La cuestión del porqué

Tampoco veo a Kapuscinski lo que se dice excesivamente encaminado cuando, en otro libro, afirma que “en el buen periodismo, además de la descripción de un acontecimiento, tenéis también la explicación de por qué ha sucedido; en el mal periodismo, en cambio —dice—, encontramos sólo la descripción, sin ninguna conexión o referencia al contexto histórico.”

Claro, todo depende del calado que se le dé o aspire a dársele a ese “porqué”. Si la explicación a la que se aspira es una explicación contextual, como rezan sus declaraciones, una explicación económica, política, sociológica o psicológica, pongamos por caso, entonces sí, entonces desde luego nos movemos en el ámbito del periodismo, bueno o malo; o también de la literatura, si bien en este caso en su estricta modalidad de literatura mala, o más bien débil, según la llevo denominando desde hace años. Pues la auténtica cuestión del “porqué”, de la verdadera indagación sobre el peliagudo y escurridizo “porqué” de las cosas, desborda en complejidad y enjundia a lo que puedan dar de sí, aun pudiendo dar quizá mucho cada uno por su parte, tanto el periodismo informativo como la literatura débil.

El escritor John Berger, en una especie de respuesta a Kapuscinski, afirma que “la diferencia que separa a la información de las historias verdaderas, las historias que les suceden a los cuerpos —dice—, está en la perspectiva, en la óptica de los hechos”. Las que denomina “historias verdaderas” les suceden, por lo tanto, a los cuerpos, esto es —podemos deducir—, suceden a través de algo experimentado como carne propia. Puede que ya estemos un poco más cerca así de no desencaminarnos demasiado.

Pero es Arcadi Espada el que creo que, de nuevo, coge mejor el toro por los cuernos: “Siempre digo que de las seis W del lead periodístico (¿qué, quién, cómo, cuándo, dónde, por qué?) al periodismo le sobra el why, el porqué. El periodismo no tiene que explicar el porqué de las cosas”, “debe limitarse a describir los hechos.” Desde que leí esas declaraciones, la cuestión no ha dejado de inquietarme: ahí estaba —me olía— el meollo del asunto. A no ser que se trate de un porqué contextual, como hemos visto, económico, político, sociológico o psicológico, no digamos pedagógico, de un horizonte que entonces sí puede ser propio del periodismo informativo o la literatura débil, creo que Espada lleva razón: entre las competencias del periodismo no tiene por qué estar el explicar el porqué de las cosas. ¿Y entonces a quién o a qué le incumbe esa tarea, si es que a alguien o a algo ha de incumbirle? ¿Quién es el guapo que baila con esa moza?

El porqué es cosa de la literatura; también de la filosofía, por ejemplo, o de las religiones, pero de una forma especial, y distinta de la de éstas —aunque puede que también en algo puedan superponerse—, el porqué, no su científica explicación, desde luego, pero sí su indagación, su planteamiento o despliegue, es incumbencia de la literatura, o por lo menos de una literatura tomada en un sentido fuerte.

Frente al periodismo informativo, cuyas convenciones paradigmáticas son y debieran ser, al igual que las de la Historia, las correspondientes a la veridicidad, las convenciones que le competen a la literatura son las de ficcionalidad o, en el caso de la llamada literatura realista, las de la verosimilitud. Un relato periodístico o histórico que se precie de tal tiene que ser verídico; uno literario no tiene por qué serlo, aunque pudiera, pues es en principio ficticio, verosímil o no. Es desde el ámbito mucho más amplio, abarcador y complejo que deparan las convenciones de ficcionalidad desde donde mejor se puede abordar, no con mayores garantías de éxito, sino justamente con mayores garantías de complejidad y amplitud en su búsqueda, el entramado del porqué, que es cuestión que hace siempre referencia al sentido de las cosas y al sentido de nuestra existencia.

La diferencia entre la crónica que los periódicos rusos de la época realizaron del asesinato del estudiante Ivanov y el affaire del anarquista Netchaiev y Los demonios, la novela de Dostoievski basada, como solemos decir, en esos hechos, estriba en que, mientras que aquéllos lo que perseguían era dar cuenta puntual y literalmente de los hechos, lo que Dostoievski intentó, y vaya si lo consiguió, narrando literariamente los hechos, fue ir más allá de ellos, es decir, ir al porqué de los mismos, al complejo armazón existencial de las pasiones y las acciones, de los ideales y las fascinaciones y los horrores y miserias que de la condición humana se ponían de manifiesto, a propósito de aquellos hechos, en aquel mundo segundo de ficción. Que unos y otro, los periódicos y Dostoievski, lograran sus respectivos propósitos lo delata el hecho de que, por un lado, aquellos relatos periodísticos lograron estampar a carta cabal los hechos en la inquietud de Dostoievski y, por el otro, el que todavía sintamos al leer la novela que nos las estamos habiendo con algo así como un temblor del ser, con el temor y el asombro ante lo que somos los hombres y es capaz nuestra condición. Los demonios siguen siendo hoy y lo serán siempre la mejor narración del porqué del terrorismo, del de los anarquistas de la época o del de los etarras actuales. No el mejor documento para conocer unos hechos que sucedieron o suceden o entender un horizonte político o sociológico concreto, sino para tratar de entender lo que sucede en nuestra endiablada condición o está en su horizonte.

Ésa es, si no ando muy errado, la tarea de la literatura entendida en el sentido fuerte al que hacemos referencia, no en ese sentido como de segunda categoría o adorno floral (por el que sus cultivadores entraríamos a formar parte de los meros especialistas del entretenimiento) que tantos, en una época como la nuestra de absoluto predominio técnico, han querido asignarle, incluidos muchos escritores y profesores de literatura. Una literatura que se enfrente, con útiles con los que puede hacerlo —otra cosa es que, por los motivos que sea, lo consiga o no—, a la comprensión de nuestra existencia y nuestro destino; una literatura que, como defiende Todorov en su último libro, es pensamiento, sensibilidad, conocimiento e interpretación de mundo.

Su “verdad” no es la verdad de la adecuación o correspondencia con los hechos, como en el caso del periodismo o la historia; es más bien la del desvelamiento o, vamos a decir aquí, la de la búsqueda de la distinción, la verdad de distinción, de ese ir distinguiendo y volviendo a distinguir en cada caso, en cada disposición y situación, en cada trama de posibilidad. Una verdad que, más que aquietar, mantiene alerta; que más que responder y no digamos solucionar, mantiene la pregunta del porqué, preserva su inquietud y nos emplaza a la necesidad de volver a plantearla siempre en una permanente búsqueda de lo certero, que es la verdadera cifra de la indagación literaria: acertar a nombrar de verdad, a distinguir entre lo confuso, extenso y caótico, y relatarlo, es decir, ponerlo en su relación adecuada para que, al recrear las cosas, se hagan presentes, a ver si así se nos puede desvelar algo de ese temblor de nuestro ser y nuestro destino aunque sólo sea por un instante, el que media entre un intento y la necesidad de volverlo a intentar de nuevo. Sólo se nombra de verdad, dice Jiménez Lozano, “cuando se hace presente lo nombrado” y se lo introduce en “sus relaciones reales para que nombre”, lo que lejos de ser una tautología es, “todo el logro literario”.

En el extremo de ese logro se hallaría, recordemos, el paraíso, según Blumenberg, que consistiría en tener para todo el nombre verdadero; en saber distinguirlo todo, diríamos nosotros, y que las cosas estén entonces más ahí de lo que están normalmente, que nos acompañen más con su verdadera presencia y nos muestren menos su espalda, que se nos escapen menos y, con ellas, la vida. Pero si por supuesto no se llega a tanto, si no se llega siquiera a poder triunfar frente a la vulgaridad y el encanallamiento y la necedad, por lo menos esa perspectiva nos permitiría mantenernos dignos en esa lucha contra ello. Que tampoco es poco.